COLUMNISTAS
Ensayo

Un nazi en Bariloche

Erich Priebke murió este viernes a los 100 años en Roma, donde cumplía una cadena perpetua bajo arresto domiciliario. En 1994, su captura en el sur por haber participado en una masacre nazi en la capital italiana sorprendió a Bariloche, donde vivía desde 1954 como un prominente ciudadano. Jorge Camarasa reconstruye en Odessa al sur (Aguilar) la “ruta de las ratas”, que tras la guerra permitió llegar al país a prominentes nazis.

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Eric Priebke, quien por entonces se hacía llamar Otto Pappe, había llegado a San Carlos de Bariloche en 1954 con su esposa, Alicia Stoll, y sus hijos, Ingo y Jorge. Bariloche entonces, más que ahora, parecía un pedazo de la Selva Negra recostado entre la cordillera de los Andes y el Nahuel Huapi, en el corazón de la Patagonia de los lagos. Una colonia alemana nutrida y poderosa, que había crecido desde el fin de la guerra, le dio la bienvenida.

Por las calles de la ciudad caminaba el médico de Auschwitz Joseph Mengele; el ex piloto de la Luftwaffe Hans Ulrich Rudel, participaba en los torneos de esquí del Club Andino; el financista Ludwig Freude, amigo de Perón, tenía una casa camino al Llao Llao; el artífice de la “solución final”, Adolf Eichmann, pasaba sus vacaciones cuando algún amigo lo invitaba, y Friedrich Lantschner, el ex gobernador nazi del Tirol austríaco, ya había abandonado su falso nombre de Materna y empezaba a edificar una empresa constructora. En Bariloche, Priebke se sintió como en Berlín o como en el cuartel romano de la Gestapo donde había trabajado. Hablaba solamente en alemán, bebía cerveza en el Deutsche Klub, se encontraba con ex camaradas en sus paseos por la costa del lago, y cada 20 de abril festejaba los cumpleaños de Adolf Hitler en el último piso del hotel Colonial, en las habitaciones que ocupaba Hermann Wolff, dueño del restaurante El Jabalí.

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El grado que Erich Priebke había ostentado durante la guerra, capitán de las SS, le abrió camino entre la colectividad. Dos años después de su llegada al pueblo puso una fiambrería a la que llamó Viena, y se transformó en el presidente de la Asociación Cultural Germano Argentina. Empezaba a ser un hombre público. Empezaba a ser “Don Erico”. Al principio vivió modestamente en un barrio de chalets de una planta y calles irregulares. Sus vecinos eran el ex agente de inteligencia del ejército alemán Juan  Maler, el ex magistrado y oficial superior de las SS Max Naumann, el banquero nazi Carlo Fuldner y el ex gobernador Lantschner. A otros oficiales de la Gestapo o las SS, como Ernst Hamann y Winfried Schroppe, los encontraba cada tarde en el Club Alemán. Desde la asociación que presidía, Priebke controlaba el colegio de la colectividad, que durante la guerra había sido considerado propiedad enemiga, expropiado y luego reabierto con el nombre de Primo Capraro. Enérgico y emprendedor, don Erico había comenzado a construir una hostería en los terrenos de su casa, y después la había transformado en una clínica. Impulsaba el colegio, incorporaba actividades sociales al Deutsche Klub, mandaba gacetillas al diario Argentinische Tageblatt, que las publicaba con su firma, y participaba en la vida comunitaria como líder de los alemanes de Bariloche.

Durante cada Fiesta de la Nieve estaba en el palco con el gobernador y el intendente de turno, se sacaba fotos con militares y jefes de Policía, presidía el desfile de las colectividades, donaba mantas y cunas al hospital regional, era miembro del Rotary y socio vitalicio del Automóvil Club Argentino. Era un buen vecino. Pero el 9 de mayo de 1994, cuando dos oficiales de la Policía Federal llegaron hasta su casa para comunicarle que estaba detenido, a Erich Priebke el mundo se le vino encima. Y ni él ni los otros buenos vecinos de Bariloche pudieron entender qué tenía de malo aquello de lo cual lo acusaban: fusilar civiles con las manos atadas a la espalda. Eso, decían, había ocurrido mucho tiempo atrás y muy lejos de esa idílica ciudad patagónica (...).

Encontrar el lugar de las ejecuciones demandó menos trabajo que hacer las listas. El sitio elegido fue una mina abandonada, a un kilómetro de la antigua puerta de San Sebastián. Cuando un oficial del Cuerpo de Ingenieros la revisó, encontró que sería técnicamente sencillo dinamitar la entrada de la caverna después de los fusilamientos. En la madrugada del 24 de marzo de 1944, conducidos en camiones militares, los prisioneros fueron llevados hasta la entrada de las Fosas Ardeatinas. Allí esperaban Kappler y su estado mayor, y Erich Priebke hacía las veces de recepcionista: tenía las listas de nombres en la mano, y tachaba uno por uno a los condenados que iban ingresando. La mecánica que había decidido Kappler para la ejecución era sencilla: los prisioneros entrarían a las cuevas en grupos de a cinco, con las manos atadas a la espalda, y otros tantos soldados les dispararían en la nuca un solo tiro, para ahorrar tiempo. Me dijo Priebke: “La orden era que los oficiales teníamos que participar para dar el ejemplo. El propio Kappler fue de los primeros en disparar, y después tuvimos que hacerlo nosotros. Yo tuve que matar a dos personas, pero no recuerdo ni cómo eran. Adentro de la cueva todo estaba en penumbras, y la única luz era la que venía de unas antorchas sostenidas por soldados”. Las ejecuciones duraron desde el amanecer hasta casi entrada la noche. Cuando acabaron, trescientos treinta y cinco civiles con las manos atadas a la espalda habían sido fusilados. La historia de Priebke desde la represalia en Roma hasta el final de la guerra es vertiginosa y breve. Cuando los aliados llegaron a la capital italiana, él ya había enviado a su familia a Berlín y había emprendido una huida hacia el Norte, hasta el territorio del último baluarte fascista, la República de Saló. En Verona había cumplido un indeterminado “encargo especial del comando de las SS”, y en Brescia quedaría como jefe de la Gestapo de toda la provincia. Entre las tareas que iba a cumplir estaría el arresto y la deportación a Alemania del militante de la resistencia Isaac Tagliacozzo.

Para marzo de 1945, cuando los bombardeos arrasaran la capital del Tercer Reich, Priebke ya había hecho mudar otra vez a su mujer y a sus hijos y los había instalado en Vipiteno, cerca de la frontera austroitaliana. El se había quedado en Bolzano, y seis días después de terminada la guerra, el 13 de mayo, sería detenido junto al comandante de las SS en Italia, el general Karl Wolff. Durante casi un año y medio, Erich Priebke estuvo internado en el campo de prisioneros de Rimini, sobre la costa adriática. El campo, que alojaba a doscientos veinte mil soldados alemanes, estaba controlado por el ejército británico, y los guardias eran polacos. Durante su detención, Priebke fue interrogado sobre sus actividades en Italia, y uno de esos interrogatorios, informal, fue sobre los fusilamientos en las Fosas Ardeatinas. Me dijo: “El 31 de diciembre de 1946 aprovechamos los festejos de fin de año. Los ingleses bebían y hacían fiesta, y los polacos estaban borrachos. Conseguimos escapar cinco personas: tres suboficiales, otro oficial y yo. Fuimos al palacio del obispo, y allí comenzó en verdad nuestra fuga”. Es en este punto cuando la suerte de Erich Priebke pasa a depender de la ayuda de la Iglesia Católica. Mientras estaba en Roma, por las funciones que había cumplido como tercero en la jerarquía de las SS, Priebke había tenido contacto con algunos funcionarios del Vaticano. Uno de ellos, el cura Pancratius Pfeiffer, le debía favores por haberle pedido clemencia para algunos prisioneros. Invocando su relación con Pfeiffer, él y los otros cuatro alemanes fugados obtuvieron algo de dinero y consiguieron llegar a la estación de trenes de Bolonia, donde se separaron. “Yo tuve que sacar los pasajes para todos”, recordaría Priebke, “porque era el único que hablaba bien el idioma y parecía un italiano”. Cuando llegó a Vipiteno, donde estaba su familia, otra vez la mención de Pfeiffer le simplificó las cosas. Pudo instalarse en la casa, permanecer allí durante casi  veinte meses sin que lo molestaran por su condición de prófugo, y luego emprender el viaje hacia Buenos Aires. El costo que tuvo que pagar no fue alto: renunciar a su fe protestante y convertirse al catolicismo, en una ceremonia realizada por el cura Johann Corradini. El acta de bautismo aún se conserva en los archivos de la parroquia de Vipiteno, y fue observada por la Policía italiana por una irregularidad: la fecha, 13 de septiembre de 1948, está fraguada y tiene una anotación al margen: “Bautismo bajo condición”.

Según contaría Priebke a la periodista Emanuela Audisio, “pensé en retornar a Alemania, pero en Berlín no tenía más familia. La ayuda vino de un padre franciscano, pero no recuerdo su nombre. (...) El problema era que no podía viajar con mi pasaporte, y para eso me ayudó en el Vaticano el obispo Alois Hudal, quien me entregó un pasaporte blanco con la insignia de la Cruz Roja”. El pasaporte estaba a nombre de Otto Pappe, y con ese documento, acompañado por su esposa y sus dos hijos, Ingo y Jorge, Erich Priebke se embarcó en Génova hacia Buenos Aires, en el buque carguero San Giorgio. En el Río de la Plata, donde llegó a fines de 1948, lo esperaban cuarenta y siete años de tranquilidad. 

 

*Periodista.