A comienzos de 2019, la grieta que en 2008 supo ser una potente dadora de sentido polìtico, había quedado estancada como discurso hacía varios años y se había transformado en un límite para las expectativas electorales de los partidos mayoritarios.
Había una energía puesta en esa discusión que nadie terminaba de reconocer y que era difícil de condensar desde afuera. Tal vez eso haya conspirado para que ninguna tercera opción pudiera transformarse en una alternativa realmente competitiva y obligado a que fuera necesario producir los cambios desde adentro.
No se trataba de anular el contrapunto sino de hacerlo emerger de otra forma. Había que escuchar algo del reclamo por el fin de la grieta, pero con eso solo no alcanzaba. También era necesario hacer algo con la energía que se condensaba ahí.
La decisión de Cristina Kirchner de acompañar a un peronista que representaba moderación abrió la posibilidad de construir otros caminos.
El discurso de Alberto Fernández avanzó sobre un nuevo tipo de contraste. Desplazó a la grieta como aquel lugar donde ir a caer en el que se había transformado, para construir un contrapunto más elástico.
Desde la campaña, el Frente de Todos salió de la descripción del presente y del enfrentamiento sistemático y buscó ir más allá de los éxitos del pasado. Inauguró un contraste prospectivo que señalaba los riesgos de que el país siguiera como estaba y un horizonte posible. Ese horizonte volvió a aparecer en el Congreso cuando el Presidente evitó grandes promesas y habló de “detener la caída” y “tranquilizar la economía”.
En la Asamblea, evitó cruzar directamente a Mauricio Macri, pero no sacó los pies del contraste que apareció al hablar de la deuda (“ellos”, los que especulan, y un “nosotros”, los del lado del pueblo) y al ordenar las prioridades.
A su vez el discurso siguió ampliando el abanico de destinatarios del mensaje del kirchnerismo. Al hablarle al campo, enfatizó la racionalidad, casi como si dijera: si hay un problema no va a ser el Gobierno el que lo genere. A la clase media le guiñó cuando dijo: “sabemos que mejores ingresos no es lo mismo que grandes ingresos”. Y sobre el final llamó a todos: “el futuro está en nuestras manos”.
Alberto tiene un tono pedagógico, explica. Pone palabras donde no había y eso también amplía, lleva tranquilidad a algunos sectores que la estaban pidiendo.
Parece querer marcar su propio compás, hacer sus jugadas, manejar sus tiempos. Establecer su forma de orden. En el discurso de apertura usó gradientes. Habló de lo urgente –el hambre que no puede esperar y la negociación de la deuda para empezar a reestablecer el equilibrio económico– y lo importante, los tiempos largos –que no reemplazan a la acción, sino que la profundizan. La “democracia profunda”–.
Su discurso echó mano de distintas tradiciones políticas. Como todo lo nuevo, usó algunas ideas viejas (justicia social, igualdad, dependencia económica), otras nuevas (honestidad intelectual, contrato de ciudadanía social, democracia profunda, épica de la sensibilidad, importancia del equilibrio) y otras prestadas (calidad institucional).
Novedades en la forma de llevar adelante el contraste, acercamiento más pedagógico, búsqueda de un manejo propio de los tiempos y palabras nuevas. Socialdemócrata, reformista, liberal…
Los que se apuran por buscarle una etiqueta a Fernández, probablemente se olviden de que una de las mayores riquezas del peronismo es que cuando todo parece estar jugado, aprende a jugar de nuevo. Como dijo alguien, en su medida y armoniosamente, tal vez surja un nuevo nosotros.
*Especiaista en comunicación política.