Miren, ahí vienen Piglia y Sebrelli”, dice Patricio Pron desde la ventana de un bar en Santa Fe y Coronel Díaz. Cuando sus interlocutores levantan la vista descubren a una pareja de ancianos que cruzan la calle: una mujer petisa de pelo largo y un hombre muy flaco. La broma revela la persistente tensión con el mundo cultural porteño de alguien que vive en el exterior desde hace siete años (en Alemania primero, ahora en España) y cuya oralidad ha perdido las huellas de su origen. Si Pron habla con un acento raro, indescifrable, lo que escribe no es, en ese sentido, menos extraño. Su penúltima novela, Una puta mierda, versión farsesca y beckettiana de Los Pichiciegos, es desde el título mismo un trozo de falsa prosa española que alegoriza pesadillas pampeanas. Para El comienzo de la primavera, su último trabajo, preparó dos versiones: una para España y otra para la Argentina. El libro, un viaje por los parajes más sórdidos de la Alemania pasada y presente, narra la búsqueda que emprende un estudiante argentino del filósofo Hans-Jürgen Hollenbach, un personaje compuesto a partir de la vida de Heidegger y las teorías de Wittgenstein. Hollenbach reniega de la idea de “autor”, a la que reduce a “una suma de textos denotados por un nombre propio”. No se trata de una idea original de su filósofo apócrifo, pero Pron se propone ser un escritor sin estilo y que sus libros sean todos distintos entre sí.
Paralelamente a la publicación de El comienzo de la primavera, Pron se burló hace un par de semanas de los jóvenes escritores argentinos y de su concepción arribista y mercantil de la literatura. En represalia por esa ofensa de un residente extranjero contra el ser nacional fue severamente castigado: insultos en los blogs, reseñas desusadamente negativas y hasta hubo una carta feroz de una profesora delirante. Pron es un escritor irregular, al que la labilidad idiomática y la pulsión totalizadora le juegan malas pasadas, pero no deja de ser muy estimulante: su escritura desborda de ideas, de salidas de tono, de humor, de deseo de literatura. La animadversión que ha despertado se justifica menos por un hecho puntual que por la posible aparición de un nuevo paradigma de narrador argentino caracterizado por la huida de un medio y de una lengua. Hay un antecedente interesante que es el de Marcelo Cohen, cuyo perfil intelectual se forjó en el extranjero y al que Pron nombra entre sus influencias.
También se inscribe en esa flamante tradición el hasta aquí poeta Carlos Ríos, que acaba de publicar la brevísima Manigua, un relato al que desde la portada se califica de “novela zwahili”. Ríos viene de una larga estadía en México y, al parecer, se ha refugiado en su nativa Santa Teresita. Acaso el único libro surgido del Partido de la Costa, Manigua (que hace pensar en una versión compacta, radicalizada y virtuosamente frágil de Cohen y de Oliverio Coelho) transcurre en un desierto africano atravesado por guerras, pestes y calamidades pero también por una narración inestable que alterna entre la primera y la tercera persona y por una anécdota que viaja tan sin rumbo como los trenes de Pron, que recomienza, se multiplica y se pone en cuestión a sí misma. Aunque Ríos declara que el zwahili se habla “con requechos de palabras”, su protagonista afirma que “el zwahili hablado por nuestros hermanos se había convertido en una lengua incomprensible. Se había teñido de vulgaridad, de consonantes que en boca de los miembros del clan golpeaban con la fuerza de un machete”.
Hay poco en común entre Pron y Ríos como escritores. Pero coinciden en la soledad, en el desapego por una lengua que se les va haciendo extranjera y en la necesidad de apartarse de los contemporáneos que han elegido el costumbrismo, la autocelebración provinciana y los juegos de sociedad que confunden con la tarea literaria.