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ensayo

Un país desmesurado

En La locura de los argentinos (Planeta), el periodista Miguel Wiñazki traza las historias de un país furibundo y desmesurado, a partir del último “ciclo loco” de nuestra sociedad, que se inicia en 2001 y, políticamente, es dominado por Néstor Kirchner y Cristina Fernández. Una mirada sobre los K, su ascenso y consolidación, y sobre su forma de ejercer el poder en un país barra brava que todos ayudamos a destruir.

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El viernes 23 de abril de 2010, Néstor Kirchner entró al restaurante del exquisito Hotel Los Alamos, en El Calafate. No había ninguna mesa libre. Lo acompañaba el intendente local. Nadie se levantó a saludarlo, excepto dos mujeres que ladearon al ex presidente y se sacaron una foto en un instante.
“Hace un par de años –comentó un santacruceño que vio la escena–, Kirchner hubiera saludado a todos en cada mesa, y obviamente habría conseguido lugar.”
Dos días después, Kirchner, su esposa Cristina y Rudy Ulloa volvieron al restaurante de Los Alamos. Ahora sí había mesa; la que les reservan cada sábado. Ella le dio la mano al mozo que los atendió y a nadie más. El, con una campera lustrosa, se sentó y comió un salmón grillé, que es lo que come siempre. Ella, sopa de verduras y después pastas. Rudy Ulloa, dueño de todos los medios ultra K de Santa Cruz, se encargó de pedir el vino: Cu, de bodegas Zuccardi.
Entre los presentes, se encendieron los rumores y las observaciones. No faltó el “toque neogorila” de una mujer de mediana edad, que casi escandalizada preguntaba despectiva, una y otra vez: “¿Viste lo que es ella sin maquillaje?”.
Un grupo de chilenos bullangueros que estaban al lado, les pidió sacarse una foto. Y lo hicieron. Ningún argentino se les acercó. Después partieron rápido hacia su gran casona que queda a pocas cuadras. El domingo, a las cinco de la tarde en punto, subieron al Tango 01, Néstor y Cristina, y el avión se elevó raudo. Desde las instalaciones del aeropuerto se divisaba la campera marrón de Kirchner, subiendo la escalerilla. Se percibía a un hombre solo.
El aeropuerto bullía de turistas muy demorados y malhumorados. Todos los vuelos de Aerolíneas Argentinas de ese día estaban largamente retrasados. Y para colmo, ninguno de los diarios de circulación nacional, críticos ayer frente a distintos actos de gobierno, habían llegado a los kioscos de El Calafate. Sólo se podían leer las publicaciones ultraoficialistas que dirige y edita Rudy Ulloa. Y nada más.
El Calafate se convirtió en el epicentro de la geopolítica argentina del final del ciclo 2001-2010. Es un microcosmos rico en síntomas. La progresiva soledad de los Kirchner se notaba allí, y se percibía también en el país todo. Se deshilachan las alianzas tejidas y se quiebran las lealtades. Tras la muerte de Kirchner sí hubo congoja, llantos y hasta gritos desgarrados en El Calafate. Pero la pasión post mórtem no permite inferir en la Argentina el amor que se le pudiera tener en vida al difunto. ¿O sí?
Kirchner no era carismático. ¿O sí lo era y magnetizaba con su iracundia? La Argentina es inescrutable y también lo son sus líderes, vivos o muertos.
La iracundia como método no necesariamente es negativa en un país tan tormentoso como la Argentina. Néstor Kirchner la practicó hasta el fin y será recordado por muchas cosas, pero esencialmente por esa vehemencia imperturbable que concebía a la calma como una de las formas de la improductividad política. Cuando asumió la presidencia en 2003 y se entreveró, desafiando a su guardia personal, con la gente que lo vivaba en la Plaza de Mayo, Kirchner exhibió, en lo que podría interpretarse como su primer acto de gobierno, una manifestación concentrada en minutos de lo que sería toda su gestión. Despreciaba los riesgos y quería integrarse a una multitud que le fuera fiel y fervorosa. Concebía a los militantes como los primeros en la jerarquía política. Se concebía a sí mismo como un militante. Ciertamente lo era. Frenético, convencido y vociferante. Su informalidad corporal le dio hasta el final cierto sesgo rebelde, no convencional, desobediente a los mandamientos protocolares; pero no sólo por la forma en la que abrochaba el saco sino, básicamente, porque no toleraba encuadrarse bajo las formas mismas de la sistematicidad política clásica. Siempre fue sorprendente. Cuando apareció en la vida política nacional, irrumpió como si llegara desde otro mundo y rápidamente llegó a la presidencia.
Nunca fue previsible, y eso le generó réditos y muchas veces también descréditos. No era un hombre en verdad violento. Arido sí, confrontativo también, pero efectivamente violento, no. Tenía la intensidad de los vientos patagónicos. No concebía los retrocesos. La reversa no existía en su manual político. Ni siquiera su propia enfermedad lo detuvo, ni un instante. Continuó tras los sucesivos colapsos de sus arterias, como siempre, como si nada. Pese a todo.
El apelativo con el que se sentía cómodo, “Pingüino”, era preciso e impreciso a la vez. Los pingüinos sobreviven en climas inhóspitos y áridos, pero son pasivos y ajenos al viento que, sin embargo, los rodea todo el tiempo. Kirchner era viento en sí mismo. Un torbellino que nunca abandonó la pasión por las tempestades que orquestaba con prisa y sin pausa. No era ciertamente un personaje carismático. Pero no por eso quitó sus manos del timón de la gobernabilidad. A su manera, furibundo, siempre ejerció el poder, aun cuando dejó de ser el presidente del país. No era un hombre proclive a los eclipses de sí mismo. El amor y la muerte en los tiempos feudales son la esencia de los avatares del poder en un país como éste, ajeno a la racionalidad de un sistema previsible, que era gobernado por un matrimonio. El ha muerto y ella es la Presidenta. Pero eran biunívocos gobernando. El uno para el otro. Aunque los cercanos al matrimonio aludían a cierta prioridad psicológica de él por sobre ella, constituían una suerte de diarquía democrática.
La lógica del poder y la de la muerte no son ajenas entre sí y se interrelacionan profundamente. No es superficial la sentencia atávica que enuncia “muerto el rey, viva el rey”. Sin embargo, esto es lo curioso de esta cultura política que transitamos como quien camina siempre por un terremoto, el dicho no vale necesariamente en este caso.
Por supuesto, aquí no se trata de monarcas sino de líderes de un esquema personalista y, en este caso, “matrimonialista” y patrimonialista en el sentido político del término.
A pesar de todo, la muerte de Néstor Kirchner no potencia necesariamente el poder de Cristina. Al contrario, podría debilitarlo y ése sería un escenario complicado para todos. Cuando en lugar de un sistema político hay una confederación de caudillos provinciales ávidos, de corporaciones gremiales voraces y rapaces, ante el juego electoral que empieza a desplegarse con jugadores dispersos, el nivel de incertidumbre es alto.
Aquí no ha muerto el presidente de la Nación sino el ex presidente. Sin embargo, su efecto inmediato enfatiza algo así como el “efecto buitre”: la rapiña política, tan habitual y pronta en este país.
La conmoción tras la muerte conlleva incertidumbre natural y cierta expansión de fantasma del muerto, exonerado de sus errores por haber muerto, y también un duelo que opera como una amnistía temporaria de las críticas a la gestión del difunto. A veces, la muerte implica una resurrección inmediata. Fue el caso de Raúl Alfonsín. El caso de Kirchner es diferente. Es que estaba en el poder.
Entonces ha muerto, pero no ha muerto. Su figura, ahora fantasmática, ya no está pero está.

¿Estamos todos locos? Cuenta Lewis Carroll en Alicia en el País de las Maravillas:
—¿Cómo sabes que estás loco? –le preguntó Alicia a un gato (el gato de Chesshire).
—Para empezar –repuso el gato–, los perros no están locos. ¿De acuerdo?
—Supongo que no –dijo Alicia.
—Bueno, pues entonces –continuó el gato–, observarás que los perros gruñen cuando algo no les gusta, y mueven la cola cuando están contentos. En cambio, yo gruño cuando estoy contento y muevo la cola cuando me enojo. Luego, estoy loco.
El gato concluye que está loco porque se compara falazmente con una especie diferente. Está loco, efectivamente, pero no porque gruñe (ronronea) cuando algo le gusta y mueve la cola cuando algo no le gusta. Está loco porque razona mal. Tal vez sea eso. Razonamos mal. O para decirlo con más sinceridad. No sabemos cómo razonar, cómo pensar y comprender un país desmesurado, excitado ante la muerte, arrítmico, furibundo y enajenado.

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El país barrabrava. La última fase del ciclo loco que estalló en 2001 y se cierra con la era K, alude a una genealogía que es extraordinariamente compleja y que trasciende a Néstor y a Cristina Kirchner. La transfiguración sociológica post 2001 parece haber fortalecido la sensación de que la Argentina es ininteligible, y eso es precisamente la sensación de la locura. El asesinato de Mariano Ferreyra en Barracas aconteció en una suerte de tierra de nadie donde el Estado, en términos institucionales, aparece ausente. Entonces sí, en un sentido, se fueron todos. Hay un caudillo elegido, pero no hay Estado. Y el caudillo, como cualquiera, al fin agoniza políticamente. A veces parece que el Estado fue sustituido por los barrabravas. ¿Cuál es el modelo? El modelo es la agresión. El asunto tiene una dimensión antropológica que no puede desdeñarse. Los barras son una realidad y a la vez una metáfora: simbolizan la antipolítica que de pronto aparece victoriosa. No disimulan la celebración y la loca excitación que se propagan ante la lapidación del adversario. Los barras son la versión delincuencial de los piqueteros, la metamorfosis del gremialismo en matonismo. La transformación de la palabra política en amenaza tribunera. Representan la violencia festiva, la estupidez más oscura, el culto a la ignorancia, a la xenofobia y al infierno. Ese es el corazón de las tinieblas. El corazón de la locura.

*Periodista.