COLUMNISTAS
RIVER, SU NUEVO HEROE... Y NUESTRAS PEQUEECES

Un país petisito

Parecía el Empleado del Mes, Diego Simeone, sonriente y orgulloso frente a la cámara, mostrando la Copa. Lindo diseño. Anillos cóncavos coronados por la brillante pelota y una banda circular de color rojo con el doble logo del sponsor.

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“Cuando el filisteo Goliat miró y vio a David, no lo tomó en serio, porque era apenas un muchacho, rubio y de hermoso parecer”

1 Samuel 17:42


Parecía el Empleado del Mes, Diego Simeone, sonriente y orgulloso frente a la cámara, mostrando la Copa. Lindo diseño. Anillos cóncavos coronados por la brillante pelota y una banda circular de color rojo con el doble logo del sponsor. Revisándola atentamente podían descubrirse detalles más sutiles. En la base, un leve touch en celeste-blanco-celeste y letras grabadas en el metal, destacando marca y torneo, el Clausura 2008. Es el trofeo oficial del campeón argentino.

Hay que agradecerles a los anunciantes su aporte estético a la ceremonia de coronación. Antes, los vencedores eran asaltados por una horda salvaje que terminaba paseándolos en andas, casi desnudos. Esa vuelta olímpica caótica no tenía objetos fetiche, ni podio con papelitos y humo de colores, claro. Pero, a ver, ¿es necesario... tanto?

El ampuloso gesto de Diego Simeone aludiendo al generoso tamaño de sus genitales –según explicó, sólo pretendía destacar el valor y la entereza de su plantel–, monopolizó los comentarios de la prensa. Mezcla de tributo y desahogo a lo bestia, me pareció hasta simpático. Corriendo junto a su hijo alrededor de la cancha con su traje italiano, saltando feliz como un chico, por fin el eficiente gerente dejó de lado el marketing del personaje y se dejó llevar por su geist futbolero. Que es más potrero que Armani, por suerte.

Eso sí, los cantitos del plantel y el cuerpo técnico con insultos y burlas al Boca recién eliminado por Fluminense fueron impresentables. Uno entiende la bronca contenida por todas las humillaciones previas; pero la verdad, daba un poco de pudor ver en plan barrabrava a esos deportistas de elite, expuestos a la intolerable presión mediática y al desborde emocional de un público adicto a la victoria como método para sentirse vivo. De todo modos, no fue lo peor.

Alguien pensó que estampar la frase “Alegría nao tem fin” al lado del número 33 –los títulos de River– en las muy oficiales camisetas que usaron los jugadores en la fiesta, era una idea genial. Ni él, ni el resto de los eufóricos dirigentes que lo autorizaron, venían de jugar un partido definitorio con sus corazones latiendo a 150 pulsaciones por minuto. No tienen excusa. Nunca es bueno jugar con fuego ni perder el sentido del límite, y eso es lo mínimo que debería tener claro un aspirante a funcionario de cualquier institución. Porque una cosa es ser un marginal, una víctima del deterioro del tejido social, caballeros míos, y otra muy diferente actuar como un imbécil vocacional. ¿Exagero? Pues recordemos este simpático episodio en cuanto aparezca el próximo baleado.

Amantes de una totalidad más argentina que hegeliana, ejercitamos la dialéctica sólo para decretar el fin de la historia cuando ganan los nuestros. Es una misma historia circular. Entendámoslo: en un país sin líderes, ni partidos, ni representatividad política, el fútbol no es un tema menor. Hablamos del único fenómeno de identificación masiva que queda. La bandera tribal es literalmente defendida a vida o muerte entre los que perdieron todo –no hablo sólo de dinero– y andan por la vida bailando al borde del abismo. ¿Quedó claro, muchachos? Gracias.

Al River de los millones lo salvó del incendio la reaparición de Ortega, el viejo ídolo al que muchos imaginaban irrecuperable por su adicción; pero sobre todo la irrupción de un veinteañero de un metro sesenta, voz de sopranino, ojos celestes y zurda endemoniada. Es notable cómo el club repite un mismo patrón productivo; chicos de eterno rostro adolescente, técnica exquisita y fragilidad física. Saviola, Aimar, D’Alessandro... y ahora Diego Buonanotte. ¿Qué hizo Simeone con él? Lo puso de extremo. ¿Por qué? Por esto que explicó tan bien Riquelme, el mismo que odia la táctica: “Sé que el arco me queda lejos cuando voy a los costados, pero como la mayoría juega con dos 5 delante de los centrales y los espacios se achican, es mejor abrir la cancha y dejar el hueco”. Clarísimo. Volcado a las bandas, Buonanotte fue decisivo. Filtrando defensas en diagonal, pegándole de afuera, sobre todo en el último toque, es letal; define como el mejor 9 de área.

Individualistas, vanidosos, los argentinos nos hemos ido acostumbrando poco a poco a la pequeñez; a cierta mezquindad endémica. El espejo del fútbol traduce esta metáfora a cuestiones menos ontológicas, como siempre.

Lejano ya el dilema de los puntas corpulentos que estigmatizó a Passarella y a Bielsa en la Selección –preferían a Crespo, jugaba Batistuta–, los delanteros top de Basile, Messi, Agüero y Tevez deslumbran en Europa como segundas puntas pero ninguno, maldición, supera el 1,70 m. Duda cruel. ¿Deberían jugar los tres chiquitos juntos? ¿Quién sale si entra Riquelme? ¿No hará falta un punta potente; grande como el general; como ego nacional o los actos que salen en la tele?

Quizá. Sin embargo, nuestros héroes son ellos. Como Buonanotte; o Maxi Moralez, otro príncipe en pony que intentará salvar a Racing del descenso. Es lo que hay. ¿Y entonces, compatriotas?

Veremos, dijo Stevie Wonder; puso primera y aceleró a fondo.