“Los amigos se dicen sinceros; ¡los enemigos sí que lo son! Por eso debiera tomarse su crítica como una medicina amarga y aprender, a través de ellos, a conocerse mejor uno mismo.”
De El Hombre y la Sociedad, Arthur Schopenhauer (1788-1860)
Arrancaron como una de Spielberg. En un par de minutos, un voleo de Yacob y un cabezazo de Ayala en el travesaño. Un espejismo. El resto, hasta la expulsión de Hauche, fue rojo. Manejo, posesión, nada extraordinario, pero suficiente como para humillar a este exasperante conservadurismo a dos por hora post-Vivas que de entrada plantea Russo. Perdió bien Racing. Llorar por el árbitro me parece un papelón. Viéndolo a Chacarita pelear por no descender con tres en el fondo uno se pregunta: ¿Tan limitado será este plantel? Parece que sí.
Racing es un equipo inexplicable. Necesita del abismo, pide a gritos la catástrofe para, recién entonces, jugarse la heroica. Hauche y Bieler, los refuerzos top, no juegan; uno en la cancha, el otro en el banco. Lugüercio es un socorrista: va, viene, choca, hace de todo menos goles. Y Castromán es un virtuoso de la disculpa: la última vez que hizo un gol, contra Boca, pidió perdón y sigue haciéndolo, después de cada jugada que termina mal. Independiente es buen equipo y peleará arriba. Uno y otro me hacen sufrir, maldito sea. Nada peor para mí.
Es que aún soy un patriota de Avellaneda. Como Henry Miller, cuenta en Primavera Negra, lo era del distrito 14 de Brooklyn, donde se crió. Soy de Racing por herencia familiar. La pica con los vecinos es posterior. Nació en la primaria, cuando descubrí que mis compañeritos rojos hinchaban por el Celtic –¡malditos!– en lugar de honrar mi fugaz simpatía por ellos cuando jugaron –y perdieron– dos Intercontinentales con el Inter de Facchetti. Aquel civilizado gesto no volvió a repetirse, lo siento.
Después de eso y hasta hoy, todo es a cara de perro. A ellos les iba mejor y ganaban títulos, es cierto, pero eso nunca importó en los clásicos, donde se pone en juego el honor. En casos extremos como ésos, bien lo saben los futboleros de ley, ninguna jurisprudencia sirve. Si la dialéctica de aquella época era por el poder, al final de los años 70 todo mutó dramáticamente, hasta llegar a estos escuálidos duelos por la supervivencia. Ay.
¿Qué pasó, compatriotas? Pasó que Avellaneda, su grandeza, las fábricas y sus clubes multicampeones fueron apagándose, poco a poco. El orgulloso polo industrial recibió su golpe de nocaut el 2 de abril de 1976 mientras el Joe Martínez de Hoz, con voz monocorde, lanzaba su plan en cadena nacional. Fue el fin. Por suerte Independiente lo tuvo a Bochini: gracias a él postergó por algunos años la inevitable decadencia. Racing, esquilmado por cuanto vivillo pasó por sus oficinas, se desmoronó: descenso, quiebra y un gerenciamiento de manejos oscuros e ineptitud abrumadora.
Hoy, Avellaneda es un gigante paralizado con persianas bajas que pelea por resurgir. Como sus clubes que, lejos de sus épocas de gloria donde discutían la primacía nacional con River y Boca, sufren la opulencia de Vélez, un espejo exacto de lo que eran y ya no son. Más humillante todavía es el caso de Arsenal de Sarandí, el mismo que sumó el celeste de uno y el rojo del otro como colores propios, ninguneado por ellos durante años. “¡Van a jugar, con Sacachispas y Arsenal!”, le cantaban al rival, augurándole lo peor. Pues bien, el clubcito de los ferreteros Grondona, hace un par de años, ganó la Sudamericana, una copa a la que ni siquiera consiguen clasificar, ni uno ni otro.
A pesar de los pesares, el viejo duelo, tan lleno de melancolía y dulces broncas, continúa siendo, lejos –y que me disculpen rosarinos y platenses– el segundo derby nacional. Allí chocan dos estilos irreconciliables. Uno racional, ordenado, estético, gradual. El otro irracional, desmesurado, aluvional, insensato. La gente de Independiente todavía mantiene su sofisticado paladar negro: han tenido jugadores extraordinarios. Los de Racing, cómodos en su papel de antihéroes woodyallenianos, suelen caer más simpáticos con todo ese amor que derrochan pese a la derrota. Tienen más poesía, digamos o más prensa, sobre todo por su insólita tendencia a coquetear con los abismos, a zapatear por las cornisas más delgadas. Son el agua y
el aceite.
Lo bueno del fútbol, permítanme escribirlo una vez más, es su metáfora perfecta. Olvidemos por un momento el partido de ayer –sí, mejor…– y concentrémonos en lo importante, compatriotas. El viejo espíritu del país posible que todavía late en este rito suburbano. El país de la movilidad social, la producción, el consumo, esas cosas.
La victoria de Independiente me dolerá menos si me aferro a esa otra ilusión. La ciudad con más clásicos en Primera y más obreros en sus calles angostas. Risas, chicanas post partido, ruido de fábricas en el viejo barrio. Sur y aceite, muchachos; duendes de hormigón, chimeneas, tanguitos, el blues más hermoso de Manal.