Tener hijos es muy necesario, entre otras cosas, para descubrir por qué y a qué jugamos. Los juegos de pelota o alfiles son cada vez más ajenos para los niños que están repoblando la Tierra y los padres peleamos a diario contra la tentación de las pantallas. ¿Cómo hacer para evitar que agarren un arma y le den como zombis a todo lo que se mueva? Mi hijo y yo estamos bastante contentos con Age of Mythology, donde al menos hay atlantes, caballos de Troya, minotauros y unas puertas del Hades que hay que mantener cerradas. Pero el gran descubrimiento –seguramente tardío– es Everything (Todo), que propone una insólita experiencia de percepción (sensorial pero no física, claro, como en todas las pantallas).
Everything es un ejercicio de filosofía visual con narrador incluido (el filósofo inglés Alan Watts) que fabrica una simulación de realidad mediante sistemas interdependientes. Se trata de miles de cosas que perciben, piensan e interactúan de maneras diferentes pero motorizadas por las mismas reglas de fondo. Todas las cosas (como osos, mariquitas, naves espaciales o ADN) tienen conciencia de sí mismas y se relacionan con el medio, con o sin intervención del jugador. Podríamos adelantar que su objetivo es enseñar la muerte. No importa cuán largo o breve sea el proceso de generación de conciencia de una rana o una piedra, la interacción de lo diminuto con lo gigantesco hace percibir el mundo como un equilibrio abrumador: lo que consideramos dolor, batalla, enfermedad y angustia en un nivel, visto desde la perspectiva de un nivel más grande es percibido como equilibrio, normalidad y continuidad.
Las piezas se mueven de manera tosca y encantadora. En las instrucciones se nos explica que Todo se hizo con un presupuesto muy bajo y que es esa tosquedad la que permite soportar la infinitud zen del resto del juego y sus inacabables combinaciones. Una geometría de la (in)finitud: en vez de usar píxeles o polígonos, el juego usa cosas. Es igual a lo que hace el lenguaje.