Fue hace unos cuantos años, algunas décadas. Por entonces, colaboraba en la revista Humor. Cada tanto, el inolvidable Bracamonte me llamaba y me decía: “Escribite una notita graciosa, enamorate de alguna actriz, traeme algo”. A veces no estaba muy en sintonía con su amable pedido y le llevaba cosas infumables, que amablemente me rechazaba o me retocaba, hasta volverlas digeribles: nada peor que un aprendiz de escritor que no acepta convertirse en aprendiz de periodista para evitar que alguien pueda dudar de que es o será un escritor de verdad, cuando la verdad es que eso no se sabe nunca. En todo caso, amablemente, Bracamonte insistía en ofrecerme oportunidades…Una vez, le llevé una propuesta: ir a una meditación zen. No es que me propusiera adelantarme 30 años al optimismo globular macrista y su respiración incontenible, sino que en verdad un maestro zen había bajado de la montaña, o algo así. Bracamonte suspiró, me dijo: “Dale”.
El centro zen donde se realizaba la jornada era un fino departamento situado en un ala de un antiguo edificio palermitano, y el maestro era un porteño que había obviado elegantemente su temporada de reclusión en una lejana montaña de Japón. Pero el ambiente estaba. Eramos varios los aspirantes a la escogida nada, la vacuidad zen, y el maestro nos mandó a ponernos en cuclillas sobre unos almohadones no muy mullidos y a contemplar el vacío representado por el color cremita de la pared. Al rato las rodillas dolían y la espalda protestaba por la sucesión de dolores, de modo que la atención no flotaba ni se perdía. Encima, el maestro se paseaba con la clásica palmeta o bastón que la tradición indica debe romper la cabeza del discípulo para quebrar la lógica discursiva y dejar que entre lo nuevo. Yo pensé: “Me llega a dar un bastonazo y le rompo los dientes le rompo”. Pero el rigor no llegó: el maestro apenas lo usaba para darnos pequeños golpecitos en el lomo, cosa de aflojar tensiones.
Luego de un par de horas de dejarnos contemplando el vacío de la pared, el maestro dijo: “Ya está”. Desayunamos un tecito lavado y cuando creí que la experiencia había concluido, la cosa verdaderamente empezó. El maestro asignó “tareas” y a mí me dijo: “Una hora para limpiar bien esta mesa”, y me señaló una mesita ratona, para lo cuál me dio un pequeñísimo trocito de paño embebido en alcohol. Como era de esperarse, en cinco minutos había concluido y fui adonde el maestro posaba en símil meditación y le dije que ya estaba, y entonces él fue hacia la mesita, observó lo hecho y me dijo: “Limpiar bien”. (Cuando un occidental imita a un japonés pasa todos los tiempos verbales al infinitivo, suspendiendo la acción en la eternidad; cuando los verboides del macrismo impostan la alegría de vivir, su consecuencia es la triste recesión). Debí reconocer que el trabajo estaba mal hecho: había considerado que no era un trabajo a la altura de mi dignidad personal. Así que la dejé a un lado y me tiré al piso, y con ese pañito minúsculo empecé a darle a cada sector de la ratona. Fue una hora de intensa concentración y paz, libre de todo pensamiento.
A la hora, el maestro se me acercó y me dijo: “Ya está”, y yo le dije: “Falta. Recién empezar limpiar”.