Quien haya tenido oportunidad de ver la extraordinaria película La muerte de Luis XIV, de Albert Serra, habrá admirado el tratamiento de su opacidad lumínica, que es como un efecto del alma apagándose. Para lograrlo, el cineasta estudió la obra de Georges La Tour, el pintor de la luz que viene de la vela o de alguna parte del cielo, como un don que se le dio y luego se le quitó, consumiendo su llama con la peste negra.
La Tour era tan prolífico y tan bueno, que a principios del siglo XX, cuando se lo redescubrió, los críticos tendían a atribuir sus cuadros a Le Nain, a Velázquez, y cuando no, a Vermeer y a Zurbarán. Para ser justos, puede que en términos de estricta calidad pictórica no supere a los mencionados, sí en cambio lo hace en cuanto a la intensidad de su vocación mística, lo que vuelve su obra hacia un terreno insondable.
Jugando con las fechas y las influencias, podríamos decir que La Tour contiene a todo Rembrandt y lo mejora. Y si alguien no está de acuerdo, que se tome el trabajo de comparar los criterios compositivos empleados para los cuadros grupales; La Tour con el tema religioso y Rembrandt en el registro de la burguesía emergente. Si Dios existe y es justo, tendrá, o tiene, o tuvo a La Tour como el poeta de la luz en su fase artificial, es decir humana, nocturna. Dicho esto, también podemos atenuar un poco el énfasis y atribuirle algún mérito a su obra gracias al influjo de un Caravaggio pasado en limpio, es decir, diluido por Gentileschi.
Podríamos entender al arte observando el contenido del vientre de una ballena: al trasluz se ve la combinación de alimentos variados y en distintos estados de procesamiento, una armonía que se resuelve en la forma superior que los necesita. Claro que ese vientre es opaco a nuestra mirada, y por eso el esfuerzo se vuelve inútil y es más ostensible el milagro de la comprensión, cuando sucede.