En un país como el nuestro, que practica con fervor el maniqueísmo, la intolerancia, es interesante resaltar que el personaje más exaltado de nuestra historia mantuvo una cordialísima relación con el más vituperado. En el testamento de José de San Martín pudo leerse: “El sable que me ha acompañado en toda la guerra de la Independencia de la América del Sur le será entregado al general de la República Argentina don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”. La relación entre San Martín y Rosas fue intensa durante mucho tiempo, aunque basada en lo epistolar ya que nunca se encontraron personalmente. Antes de subir al gobierno, mientras los “notables” porteños olvidaban y denigraban a quien había debido exiliarse en Francia por presiones de sus enemigos, Rosas bautizó como “San Martín” y “Chacabuco” dos de sus estancias.
El Libertador era un hombre de orden, aborrecía el caos y la indisciplina, y temía que la anarquía reinante en su patria por la guerra entre unitarios y federales echase por tierra los esfuerzos por independizarla. Así lo expresaba el 3 de abril de 1829 a su amigo y confidente Tomás Guido: “Conviene en que para que el país pueda existir es de necesidad absoluta que uno de los dos partidos en cuestión desaparezca de él (…) Al efecto se trata de buscar un salvador que, reuniendo el prestigio de la victoria, el concepto de las demás provincias y más que todo un brazo vigoroso, salve a la Patria de los males que la amenazan”.
El circunstancial triunfo federal y el acceso de Rosas al gobierno de la provincia de Buenos Aires parecieron satisfacer plenamente a don José: “Ya era tiempo de poner término a males de tal tamaño para conseguir tan loable objeto, yo miro como bueno y letal todo gobierno que establezca el orden de un modo sólido y estable. Sólo él puede cicatrizar las profundas heridas que ha dejado la anarquía, consecuencia de la ambición de cuatro malvados” (Carta a T. Guido, 17 de diciembre de 1835).
El compromiso de San Martín con la Confederación pareció tener un límite cuando rechazó la designación como embajador en el Perú, país que amaba y que lo amaba. Pero eso no fue óbice para que Rosas, al tanto de las estrecheces económicas del Libertador en su estadía europea y para garantizarle una renta, ordenara en 1840 “que se otorgue la propiedad de seis leguas de tierra al general de la Confederación Argentina don José de San Martín”. Y más adelante, enterado de la precaria salud de don José, designa a su yerno Mariano Balcarce en la representación argentina en Francia, instruyendo reservadamente al embajador Manuel Sarratea de eximirlo de residir en París para que Merceditas pudiera acompañar a su padre en Boulogne Sur Mer.
El Libertador le corresponderá poniéndose a sus órdenes para combatir las invasiones europeas a pesar de sus sesenta y tres años de edad. También escribió que “esta contienda es de tanta trascendencia como la de nuestra independencia de España”. Puso asimismo su prestigio en Europa al servicio de criticar en periódicos y cancillerías la prepotencia de las naciones invasoras y augurar su derrota. Este apoyo le valió muchos y poderosos enemigos en el Río de la Plata, lo que hizo que sus restos mortales fueran repatriados recién treinta años después de su deceso.
Una de las últimas cartas que escribe San Martín pocos meses antes de su muerte, con letra temblorosa, estaría dirigida a don Juan Manuel: “Como argentino me llena de un verdadero orgullo el ver la prosperidad, la paz interior, el orden y el honor establecidos en nuestra querida Patria, y todos estos progresos efectuados en medio de circunstancias tan difíciles en que pocos Estados se habrán hallado” (carta del 6 de mayo de 1850).
*Escritor, su último libro es Juan Manuel de Rosas, el maldito de la historia oficial, Editorial Norma.