¿Cuántas columnas escribí en esta contratapa? Debería saberlo. Pero no lo sé. En mi computadora hay una carpeta en la que tengo archivados varios años de trabajo, pero no todos; muchos artículos fueron escritos en otra computadora que se perdió en alguna separación. Por recomendación de un amigo, hace un tiempo que grabo las columnas con la fecha de publicación, pero eso ocurre desde hace algunos meses; las anteriores las guardaba sólo con una palabra clave (ni siquiera era el título con el que se publicaba), así que tampoco sé exactamente cuándo apareció la primera. ¿Cuatro años? ¿Ya cinco? A veces pienso en llamar al editor de este suplemento para averiguar ese dato, pero siempre desisto.
Pensaba en todo esto, debido a una pregunta que una persona me hizo el otro día en una cena: “Si tuvieras que decir en una palabra de qué se tratan tus columnas, ¿qué dirías?” Rápidamente, entrenado como viejo anarquista que soy, respondí –no sin razón– que la intención de reducir todo a una palabra, de encoger lo múltiple en lo uno, es una idea fascista. Habiendo ganado la discusión, no dejé sin embargo de pensar en la pregunta. Y no obtuve respuesta, al menos en una palabra. Sí, en cambio, alcancé mentalmente a balbucear una frase: escribo fascinado por algunas de las cosas que no tengo: estilo, talento, novedad, riesgo intelectual (por cierto, hay otras cosas que no tengo y no me fascinan, el dinero por ejemplo). Y entonces volví a mi casa y recordé un libro, un ensayo más bien liviano, pero que gira en torno a estas cuestiones: Anglomanía. Una fascinación europea, de Ian Buruma. Casi al principio escribe: “La anglofilia florece en las ciudades portuarias como Hamburgo, Lisboa, Milán, y las ciudades de la costa holandesa. Cuando los comerciantes se vuelven snobs, se hacen anglófilos”. El libro recorre los casos de europeos continentales fascinados por lo que les falta: el sabor insular de la vieja Inglaterra. Obviamente, comienza por Voltaire (“¿Por qué el mundo no puede parecerse más Inglaterra?”), sigue por el culto alemán a Shakespeare (salvo quizás para Herder, quien bautizó como “gorrión” a Goethe “porque saltaba continuamente de un entusiasmo a otro”) y desemboca en un retrato demasiado ingenuo de la anglofilia de Theodor Herzl.
¿Existirá el libro inverso? ¿El libro sobre la francofilia de los ingleses? Es probable que exista y yo no lo conozca (pensé en llamar a mi amigo L. Ch., pero escribo esta nota demasiado tarde en la noche y temo despertarlo). En todo caso, un capítulo –central, qué duda cabe– habría que dedicarlo a Cyril Connolly (ahora que lo pienso: es probable que haya escrito estos cinco años de columnas sólo bajo el aura de Connolly). La francofilia de Connolly le ha jugado más de una mala pasada, sólo así se entiende que casi al comienzo de The Rock Pool, en la escena en la que se escucha una canción de los años 20, pueda escribir frases tan desdichadas como It had been called Montparnasse-by-the-Sea, y otras por el estilo. Sin embargo, creo, es el gusto por Flaubert y Baudelaire releídos como antecedentes del modernismo inglés, lo que le permitió, en 1938, apenas tres años después de esa novela, escribir Enemigos de la promesa, su obra maestra, y una obra maestra del ensayo como género.
Volviendo a Herder, en Naufragio con espectador, Hans Blumenberg cuenta otra historia de fascinación, la del alemán por 1789 y su hundimiento: “Podemos asistir a la Revolución Francesa como mirando desde lo alto de una orilla firme un naufragio en extranjero mar abierto, a menos que nuestro genio maligno, incluso sin quererlo, nos precipite al mar”. Blumenberg acota: “Se ha hecho cada vez más difícil seguir siendo espectador”. Nada de esto es ajeno a la tarea del columnista semanal.