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demostraciones

Una de lobos

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Desconozco por qué El lobo de Wall Street generó rispideces en sectores de la crítica yanqui. No sé por qué hubo que cortar escenas –filmadas con pasión y pulso firme– para poder llegar a todos los públicos. Pero tampoco estoy al tanto de lo que pasó en su momento en ese mismo ámbito crítico con Taxi Driver, a la que tampoco le fue fácil abrirse paso. A la crítica no le viene bien que sus propias creaciones (los artistas) le desobedezcan. Por supuesto que para quien escribe sobre cine sin hacerlo jamás es más cómodo que los creadores se comporten de acuerdo a las categorías que quienes los estudian tienen diseñadas para ellos. Yo –que no debo presentar ninguna prueba de lo que me parece– creo que Scorsese hace una película genial en más de un sentido, pero sobre todo porque a sus setenta años filma con una velocidad, una ligereza, una intimidad y una libertad que harían enrojecer a cualquier adolescente.

¿Cómo es posible que logre mover esa pesadísima maquinaria, esa superproducción barroca y colorinche, como un carrito de helados, ligero y alegre, tomando las curvas más arriesgadas del camino? Sus excesos son su marca de autor. Lo cual no quiere decir que excederse siempre lleve a buen puerto. Apenas quiere decir que para ciertos creadores que son únicos (y Scorsese y Di Caprio lo son) la expresión de singularidad es garantía de espectacularidad, cuando no de verdadero arte. Y Hollywood (que ha bajado la edad de sus espectadores de manera preocupante) necesita –por suerte– del talento singular, del capricho indecidible de sus bestias más temidas si quiere dar películas adultas.

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El libro de Jordan Belfort es –según dicen– bastante malo. Lo imagino. Lo que hace de él una película extraordinaria es que Scorsese –en vez de cuestionarlo, o de extraer alguna moraleja redundante– le cree a un mentiroso profesional. El mentiroso profesional instala la mentira con tanta creencia que sus víctimas tenderán a creer más en lo que se les dice que en lo que hay. Nadie quiere verse como víctima de un engaño porque el engañado no produce identificación. Que esa mentira esté ligada a Wall Street y a la manera en que hace del dinero un concepto líquido, un virus que sólo busca duplicarse sin ley, es apenas circunstancial. Como en las películas de mafia –donde a falta de buenos y malos los buenos son sencillamente los protagonistas–, en este nuevo género de hombres de la bolsa acompañamos sin moral el derrotero de Di Caprio y sus secuaces y nos es imposible identificarnos con la ley, que es pacata, sospechosa y poco sexy.

La parábola del Lobo de Wall Street es –por si caben dudas– simple y redonda: está mal mentir, está bastante mal consumir drogas, está muy mal engañar a quien se dice amar. Pero Jordan Belfort, el gran vendedor de humo, les vende (nos vende) 180 minutos de puro cine, de calidad asegurada. Las enseñanzas y demostraciones ya están en la cabeza de quienes vemos las películas, no hace falta que éstas dupliquen lo que es obvio.