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Una deriva sin cables

1-11-2020-Logo Perfil
. | CEDOC PERFIL

Queda atrás 2020. Es una convención, como el preámbulo de la Constitución o las leyes que después no se cumplen. Pero la urgencia de la agenda trasciende toda frontera: el planeta quiere enterrar su trauma colectivo y el calendario oficia de ritual.

Este será el año de una nueva intimidad: esa editada en Huaweis por manos resbalosas. Las cosas que hacíamos antes de la pandemia (no todas sensatas) parieron equivalentes provisorios: yoga, idiomas, pasatiempos, huertas. Un buen ejemplo de todo esto (y una eficaz terapia) es Mil gracias, la serie concebida por Mónica Raiola y sus secuaces: alumnos, amigos, talentos desperdigados por la ausencia de teatro y rejuntados por la magia poderosa de ficcionalizar un corte trasversal de estos tiempos, una feta rara de un jamón del diablo.

Graciela es terapeuta y oscila entre su propia terapia, el tarot y su hija, fútilmente repatriada de Tailandia para convivir con ella por la fuerza. La convivencia no es horrible; tampoco soñada. Graciela no es chanta pero tampoco ayuda a sus pacientes a salir por ningún lado. La realidad exagera pero al mismo tiempo pisa el freno. Y ese freno es lo que más duele y lo que más risa da. Graciela se entera por un paciente (casual amigovio pixelado de su hija) de cosas algo informes que la chica no se atreve a decirle en la cara. Como efecto boomerang, rebote de wifis y equívocos, las distancias más rectas entre las personas ya no son las de la presencia real. Son siete capítulos esporádicos de unos seis minutos cada uno, editados sin herramientas, filmados sin manos, con arcos dramáticos ínfimos que hacen imposible predecir ningún evento: algo así como pasa en la vida real, que nada enseña. Si alguna vez la fragmentación de los discursos era un tema a instalar como alternativa, ahora se asume que pueda ser la forma de estar caseramente, la única concebible, sin adjuntar mayor explicación. Walter Benjamin lo supo siempre.

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Mil gracias funciona con la sordidez y la comodidad de una ventana semiabierta. Una window a un clic de distancia del horror, distancia para decirse cosas dolorosas pero también –y sobre todo– para desconectar, no responder, huir del mundo hacia el off line. Esta mano que captura el espíritu de un tiempo es artesana; con garra espástica parece querer estrangular alguna cosa, alguna certidumbre: tal vez, que la vida no puede seguir así por mucho tiempo. Y seguirá.