Son muchas las voces que venían vaticinando que la administración kirchnerista sería recordada por haber resuelto el problema de la deuda. Con la bomba de los buitres ahora estallada en las manos, y la falacia de los discursos de “desendeudamiento” y “recuperación de la soberanía” a flor de piel, tal vez quede más patente su verdadera fuerza: una capacidad de confrontación sobredimensionada y no siempre bien direccionada, junto a la falta de diálogo para construir políticas públicas con la sociedad y sus organizaciones.
Hoy la batalla en torno a la deuda eterna, que el Gobierno define como de “patria o buitres”, es ilustrativa al respecto. ¡Ojalá el problema fueran sólo los buitres! Pero justamente, después de una década de prédica oficial sobre lo superado de la deuda, ¿dónde quedan nuestra soberanía y derechos como pueblo y como país?
Se pagó al FMI, casi una recompensa por sus imposiciones de terrorismo económico; los canjes de 2005 y 2010 nos convirtieron en “pagadores seriales” de una deuda ilegítima que nunca nos benefició y que aun pagando no deja de crecer; más recientemente los acuerdos de pago a Repsol, a las empresas con laudos en el Ciadi, al Club de París; y ahora, la confrontación a destiempo con los buitres y sólo para remarcar la voluntad ¿soberana? de seguir pagando ¿soberanamente? Dos cientos mil millones de dólares en una década: mucho más que un año entero de presupuesto nacional, y el país más endeudado, hipotecado y concesionado que antes.
Se ha aceptado jugar con las reglas hechas para favorecer a otros y rechazar cualquier propuesta alternativa. Alternativas, como darle seguimiento al fallo de un juez argentino que, en la causa impulsada por Alejandro Olmos, ya en el año 2000 dejó comprobados más de 477 actos ilícitos en el proceso de endeudamiento que generó los bonos hoy en manos de buitres de toda calaña, algunos que vienen cobrando jugosa y religiosamente, otros que vienen incluso por más. O impulsar las demás causas en las que la justicia argentina investiga, a ritmo cansino, la legalidad de la deuda, en vez de apurarse para declarar su pago de “interés nacional”, como recién se hizo con la ley de “pago soberano”.
Ni qué hablar de aplicar las leyes del país para anular las deudas emanadas de actos ilícitos y demandar reparación a quienes sí se beneficiaron con semejante estafa. O respetar la Constitución nacional y anular (¡y dejar de firmar nuevos!) los contratos, tratados de protección a los buitres –llamados “inversionistas”– y acuerdos que ceden jurisdicción a tribunales y foros arbitrales extranjeros. O realizar una Auditoría participativa e integral de la deuda, como lo hizo Ecuador ahora y Brasil en los años 30, para diferenciar lo ilegítimo de lo legítimo. Todas éstas, así como otras, son alternativas que organizaciones sociales, políticas, religiosas y de derechos humanos, académicos de nuestro país y con gran apoyo mundial han estado proponiendo desde hace años, sin que el Gobierno preste atención.
Por cierto, el kirchnerismo no es el primer gobierno de estos últimos treinta años que se ha negado a bajar el cuadro de la deuda de la pared y romper con la lógica perversa del sistema de endeudamiento. Pero es el primero en jactarse de ello y pretender que todos lo aplaudamos.
Como resultado, el sistema de endeudamiento –instrumento clave de un capitalismo “casino”, cada vez más concentrado y expoliador– continúa fortaleciéndose en contra del país. Lleva cada año un tajo más grande del presupuesto e impuestos nacionales, mantiene acorraladas las finanzas públicas y la disponibilidad de divisas, y marca a fuego el modelo de desarrollo: pese a las políticas sociales compensatorias, la “inclusión social” permanece supeditada a un modelo extractivo y expulsivo, orientado para captar divisas para servir a la deuda-amo y no, como primera prioridad, para pagar la deuda interna con el pueblo.
Las consecuencias para el pueblo son siempre las mismas: empobrecimiento y desigualdad; falta de recursos para la salud, educación, trabajo, jubilaciones; pérdida de control sobre el territorio y bienes comunes, que son patrimonio del pueblo y no del gobierno de turno. Por eso el Gobierno debería abrirse al diálogo y repensar la política a seguir y no caer en el “masoquismo político”: insistir en la misma receta, sabiendo los resultados que le esperan.
La única deuda imprescindible de pagar es la deuda con el pueblo y la naturaleza. Priorizar ese pago sería cumplir con los derechos humanos y recuperar la soberanía, amén de la posibilidad del diálogo con nuestro pueblo e instituciones.
*Premio Nobel de la Paz.