Esta vez fue al revés: uno de mis alumnos se acercó, pero no para pedirme una recomendación, sino para ofrecerla. Conocedor de mi gusto por la narrativa breve de ciertos autores estadounidenses (John Cheever, en primer lugar y por sobre todos; y después sí, Ernest Hemingway, Richard Ford, J.D. Salinger, Patricia Highsmith, William Goyen, O. Henry, entre tantos otros) se puso a hablar con cierto énfasis de un autor al que desconocía, James Salter, y del único libro de cuentos suyo que puede conseguirse en la Argentina, La última noche (Salamandra, 2006). Parece que Salter en realidad se llama James A. Horowitz, nació en 1925 en Nueva York, y fue piloto de la Fuerza Aérea americana durante doce años, servicio durante el que se hizo tiempo para pelear en la Guerra de Corea e incluso para estrellar su avión durante una prueba de reconocimiento en Massachusetts. Con la experiencia de la guerra escribió su primer libro, la novela Pilotos de caza, llevada al cine en 1958 e interpretada por Robert Mitchum. Después, como tantos otros en los Estados Unidos (donde si uno logra vender bien un libro, puede vivir sin problemas), dejó todo para dedicarse a la literatura.
Así que busqué el libro y leí la contratapa, donde se dice que Salter es o fue admirado por un triunvirato sagrado (John Irving, Richard Ford y Susan Sontag; ¿de dónde saldrán todas esas abundantes citas sin fuente?), y la solapa, repleta de elogiosas reseñas de Le Nouvel Observateur, El País, The New York Times. Y sí, mi alumno tenía razón. Salter se integra sin sobresaltos a la mejor corriente literaria americana de la segunda mitad del siglo XX: las mismas historias, los mismos modismos, la misma respiración contenida, las mismas escenas cotidianas y las mismas miserias. La última noche es el último libro de ficciones de Salter, que escribe poco y espaciado, y de los diez cuentos que contiene hay al menos tres, atravesados por un sentimiento de pérdida irreparable, que son pequeñas joyas: “Cometa”, “Palm Court” y “Bangkok”.
“Una colección de relatos perfectos”, se lee en la solapa, y si bien la afirmación suena un poco desmedida, supongamos por un momento que sí, que lo son. Ese es, precisamente, el mayor problema de las últimas generaciones de cuentistas americanos, muchos de ellos formados en escuelas, maestrías y talleres de escritura de los que abundan en los Estados Unidos: son demasiado perfectos, correctos y prolijos, todos escarbando pulcramente el reverso del sueño americano y poniendo la pesadilla resultante en palabras precisas, en frases tan bruñidas que es difícil encontrar en ellas un soplo de espíritu, de alma. Se los nota demasiado conscientes de su trabajo, como un ejército de estudiantes de química durante un examen final, y eso elimina cualquier grieta o fisura, todo eso que hace que una serie de caracteres impresos sobre una página en blanco sea más que eso.
Es la diferencia que existe entre las dos grandes tradiciones cuentísticas del siglo que pasó, la estadounidense y la rioplatense: no hay en la primera lo que es posible encontrar en los cuentos de Jorge Luis Borges, Macedonio Fernández, Felisberto Hernández, Roberto Arlt, Julio Cortázar, Osvaldo Lamborghini, Rodolfo Fogwill, Miguel Briante, Rodolfo Walsh, Juan José Saer, Gustavo Nielsen y Sergio Bizzio, entre tantos otros: riesgo. O la diferencia entre escribir bien, incluso muy bien, y hacer literatura.