El próximo gobierno recibirá una herencia económica muy negativa cuya resolución es compleja. Desde hace cuatro años el PIB por habitante está estancado, la pobreza crece, la inflación es muy alta, se amplía el atraso cambiario, caen las exportaciones y las inversiones, las reservas están agotadas y aumenta el desequilibrio fiscal y del sector externo.
A partir de enero de 2002, con la devaluación, la pesificación y el control monetario y fiscal, se sentaron los tres pilares para una economía normal: tipo de cambio competitivo, superávits gemelos (fiscal y externo) y baja inflación. Los resultados fueron muy positivos: en marzo de 2002 se comienza a crecer aceleradamente (8% anual) hasta la crisis internacional (2009), y eso permitió aumentar los salarios reales, bajar la pobreza y acumular reservas.
Pero a partir de 2007/8 empieza a cambiarse ese modelo, sustituyéndolo por otro en el que aquellos pilares desaparecen, a la vez que se promovió sólo el consumo, desalentando la inversión y las exportaciones, y sin aumento de la capacidad productiva y sin dólares es imposible crecer. Este nuevo modelo al principio pudo funcionar por el espacio dado por la anterior política económica, pero hace su eclosión en 2011. Desde ese año aumentan los desajustes macroeconómicos y empeoran todos los indicadores sociales.
Como no se pueden resolver todos los problemas a la vez, hay que concentrarse en el núcleo duro, que está dado por el retraso cambiario, la elevada inflación y la falta de dólares, en un contexto internacional menos favorable que el de la última década y un Estado que ha perdido capacidad para promover la competitividad y reducir la pobreza. Este es el nudo gordiano, que si no se resuelve, no se podrá abordar el resto de los desajustes macro.
Cualquier alternativa que se adopte tiene sus pros y contras, porque es muy fácil desequilibrar la economía, pero difícil es volver a equilibrarla para que sea sostenible. Con el agravante de que en el proceso de desajustes son muchos los que mejoran su posición presente, lo cual conduce a que también sean muchos los que piensen que los problemas no son serios. En cualquier caso habrá turbulencias y costos, que habrá que medir en relación con el mayor costo por no hacer nada. Para salir se necesita un programa integral (políticas cambiaria, fiscal, monetaria y de ingresos); las medidas aisladas no sólo no resuelven los problemas, sino que terminan agravándolos. Además, es fundamental llegar a un consenso entre las fuerzas políticas, económicas y sociales sobre la estrategia que se implemente.
Descartada la continuidad de la actual política debido a su fracaso, se plantean dos posiciones: shock y gradualismo.
Shock: significaría una importante devaluación inicial para recuperar el retraso, o incluso una mayor para tener un “colchón”. Exige políticas fiscal y monetaria contractivas para contener la inflación y acordar con los sindicatos. Las tarifas se aumentan lo mas rápido posible y se busca llegar a un arreglo con los holdouts. Permite ganar competitividad, aumentar reservas, desvincular la tasa de interés del dólar y abrir mas rápido el cepo. Pero la mayor inflación inicial sobre un nivel ya elevado genera la caída del salario real y toda la estrategia es contraproducente en términos sociales y políticos. La reactivación inicial provendría del sector externo y de las inversiones.
Gradualismo: la devaluación sería gradual pero superando la inflación para ir recuperando el retraso. Exige un cambio en las políticas monetaria y fiscal, pero menos exigente que en el caso anterior. Para que el proceso no sea muy recesivo es fundamental el ingreso de capitales para fortalecer las reservas. En el mientras tanto se reducen retenciones para compensar, aunque parcialmente, el retraso cambiario. El cepo es levantado de acuerdo con la disponibilidad de divisas, y las tarifas se ajustan sólo gradualmente.
El gradualismo no es dejar para mañana lo que se puede decidir hoy; es decidir hoy un camino para llegar a mañana. Es secuenciar medidas que sean económica, política, social y administrativamente viables. El gradualismo, si es sinónimo de parálisis, caerá derrotado. Las expectativas son clave para aumentar la inversión y sostener el programa. Además, hay que tener en cuenta que la gente no tiene expectativas de inflación independientes de las del tipo de cambio; esto significa que los que esperan alta inflación también esperan dólar alto, y viceversa. En este esquema es fundamental el mayor consenso posible para “aguantar” el tiempo necesario que dura el programa, y evitar así lo que sucedió con anteriores programas graduales.
Esta política evita una fuerte caída de los salarios reales y el mayor malestar en la población. Tiene menos riesgos de una explosión inicial que en el caso de shock, pero hay que estar atentos, porque si fracasa, la posibilidad del shock reaparece, como ha ocurrido en anteriores experiencias. Queda por definir cómo se reducirá el déficit fiscal, cuánto tiempo demandará reducir la inflación y recuperar el retraso cambiario, y el nivel de la tasa de interés que evita presiones sobre el dólar. La recuperación de la economía no será inmediata, y lo primero en crecer sería la inversión.
Ninguna de las estrategias está exenta de riesgos, aunque a priori la gradual se presenta como más potable en términos sociales. En términos políticos, también hay una distinción: mientras que en el shock la solución del problema económico impone límites a la política, en el gradualismo se invierte el enfoque: la política delimita el espacio de la acción económica, por eso es que exige un mayor consenso.
* Ex ministro de Economía en 2002.