Acaso el deseo de vivir una realidad distinta o de adelantar un futuro ansiado haya hecho decir y repetir a algunos que el debate sobre la despenalización del aborto fue maduro, y hasta que la sociedad argentina se debía una discusión de ese nivel. Es cierto que poner al día este tema y salir de un oscurantismo medieval e inquisidor era necesario. Son muchas las cuestiones, algunas tan importantes como esta, otras acaso menos visibles, pero también decisivas, en las que el siglo veintiuno sigue esperando por la Argentina. Pero un tema no transforma, de un día para el otro, una manera de vivir, un modelo de relaciones.
En muchos tramos del debate, en demasiados discursos, declaraciones, escritos y actitudes hubo más intolerancia que madurez, más fundamentalismo que reflexión. Cuando una sociedad está profunda y estructuralmente cuarteada, todo termina en una grieta. También, como ocurre y viene ocurriendo en tantas cuestiones (políticas, ideológicas, sociales, culturales, deportivas, económicas y vinculares en general), quienes están en una orilla de la grieta, aun siendo una parte, se consideran el todo. Un par de pruebas al canto. La primera: ministros y funcionarios (convocados por la vicepresidenta) se sacaron una foto como parte de la campaña en contra de la despenalización y se inmortalizaron en la imagen luciendo la bandera argentina. Lo mismo ocurrió en otras manifestaciones de este cuño. ¿Qué tenía que ver la bandera en todo esto? ¿Acaso quienes apoyaron la despenalización dejan por eso de ser argentinos, deben ser desterrados, considerados antipatria? “Sólo el egoísmo y el odio tienen patria, la fraternidad no la tiene”, decía el poeta francés Alphonse de Lamartine (1790-1869). Notoriamente, en la Argentina basta que se produzca una grieta para que alguien se apropie de la patria. O del pueblo. O de la verdad. ¿Y qué debate maduro puede existir en donde germinan el egoísmo y el odio?
Segunda prueba: estudiantes secundarios que apoyaban la despenalización (bien por ellos al preocuparse por temas de la sociedad en la que serán adultos) toman los colegios para afirmar su posición. En un solo acto se cargan dos derechos: el de estudiar y el de expresión. Si había chicos que no pensaban como ellos, no podían expresarlo, y si había chicos que querían estudiar, no podían hacerlo. Pensar diferente los condenaba en ambos casos. Y de paso, en sus declaraciones, los tomadores se cargaron también el idioma incluyendo neologismos (“nesetres” para eliminar los muy válidos y fundamentados “nosotros” y “nosotras”). ¿Toman sus casas cuando quieren decirles algo a sus padres o cuando no les gusta el menú del día o el modo en que les plancharon la remera? ¿Actuarán con este autoritarismo en su próxima vida de adultos? ¿O copian simplemente el modelo que les ofrecen día a día los adultos de esta sociedad?
Un diálogo no son dos monólogos paralelos que se superponen y se anulan, pensaba el filósofo existencialista israelí Martín Buber (1878-1965), nacido en Austria. Padre de la filosofía del diálogo, su libro Yo y tú es hoy una lectura más que necesaria. Aun en el disenso, nadie existe sin el otro, decía Buber. Porque yo, sin tú, nada significa. Y, al decir yo, me convierto automáticamente en el tú de quien está ante mí. Una grieta entre ambos rompe esa palabra (yo-tú), que Buber consideraba un vocablo primordial fundante de la experiencia humana. Una grieta hace desaparecer ambos términos. Queda la nada.
Mientras tanto, y por sobre todo, hoy se limpia la memoria de tantas mujeres que murieron como “asesinas” solo por haber tomado una dolorosa decisión que, desprotegidas y en la clandestinidad, les costó la vida. Hoy son ya lo que siempre fueron: víctimas. De tanta grieta emerge una flor. Y posiblemente de aquí en más (y Senado mediante), gracias a la votación final en Diputados, no solo se salven dos vidas, sino muchas más, incontables. Claro que, además, será importante la educación. Y no solo la sexual. También educarse en el arte de debatir con aceptación.
*Periodista y escritor.