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Una historia

Hay una vieja historia mediterránea (algunos dicen que es judía, otros que es italiana) que cuenta lo siguiente. Una familia vive hacinada: padre, madre y tres hijos en una misma y pequeña habitación, llena también de gallinas. Desesperados, acuden al sabio del pueblo en busca de algún consejo para resolver la situación. El sabio piensa, y dice: “Pongan una vaca en la habitación y vengan a verme la semana que viene”.

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Hay una vieja historia mediterránea (algunos dicen que es judía, otros que es italiana) que cuenta lo siguiente. Una familia vive hacinada: padre, madre y tres hijos en una misma y pequeña habitación, llena también de gallinas. Desesperados, acuden al sabio del pueblo en busca de algún consejo para resolver la situación. El sabio piensa, y dice: “Pongan una vaca en la habitación y vengan a verme la semana que viene”. La familia cumple el pedido, pero la vida se vuelve aún más insoportable, están al borde de exasperación, del desánimo final. Llegan a la entrevista con el sabio, y éste dice: “Ahora pongan otra vaca más y vengan a verme la semana que viene”. La familia consuma el consejo: dos padres, tres hijos, gallinas y dos vacas. La situación es intolerable, inhumana, indescriptible. Vuelve la familia, y el sabio les dice: “Ahora pongan una tercera vaca y vuelvan la semana que viene”. El padre se ofusca, la madre insulta, pero finalmente acceden al pedido. Ni hace falta describir lo que ocurre a lo largo de esa semana. Cuando llegan a la entrevista, el sabio dice: “Ahora saquen una vaca”. Pasa una semana y el sabio les pregunta cómo van. La familia responde que mejor. “Pues saquen ahora otra vaca”, ordena. Pasan otros siete días, y el sabio les pregunta nuevamente cómo van. “Mucho mejor”, responde la familia. “Pues ahora saquen la última vaca”, agrega. Pasa una semana, y finalmente les pregunta: “¿Y ahora cómo están?”. “Extraordinario –responde la familia–, resolvimos todos nuestros problemas.”
Muchas veces tengo la sensación de que esa historia se repite a diario en la Argentina. Por ejemplo, con el campo. Cuando el Gobierno le regala un dólar altísimo, y obtiene una renta extraordinaria –mucho más alta que la media de la ganancia en el capitalismo productivo–, se opone por todos sus medios a que el Estado roce siquiera esa renta. Pero cuando, como ahora, lo atraviesa una terrible sequía, los precios bajan y las pérdidas se acrecientan, demanda por todos sus medios la ayuda estatal (el problema con la historia, como con los viejos socios despechados –el Gobierno y el campo–, es que no sabemos verdaderamente quién es el sabio y quién la familia). Es curioso, pero entre todo lo que se ha escrito sobre el conflicto entre el campo y el Gobierno (conflicto es una palabra doblemente curiosa: los medios la usan tanto para definir la tensión entre el Gobierno y las entidades rurales, la pelea entre el arquero de Boca y el entrenador del equipo y la relación entre Israel y Hamas), pocos recordaron uno de los grandes textos sobre la relación entre el campo y la vida urbana: Campo nuestro, el gran poema de Oliverio Girondo, publicado en 1946 durante el peronismo naciente. El texto, lleno de altibajos y quizá lejos de sus mejores poemas, sin embargo puede leerse como una de las más profundas reflexiones sobre el nudo problemático de la Argentina. Sobre la plaquette, buena parte de la crítica coincide en dos aspectos. Por un lado, lo ubican como un cuerpo extraño en la obra del autor, a caballo (valga la imagen gaucha) entre una primera época cercana a la revista Martín Fierro en los años 20, y una segunda, definida por libros como En la masmédula, de 1954, donde juega con la ilegibilidad de la poesía. También coinciden en que el poema es un elogio o exaltación de la pampa, por momentos casi sacro. Quizás ambas descripciones sean correctas. Pero desde otra perspectiva (no desde quien lee como sociólogo para reponer el contexto, sino a la inversa, para descontextualizar y encontrar allí nuevos sentidos) todavía podemos hacerle decir al poema muchas cosas sobre el presente. Por ejemplo, en una de sus frases más bellas: “Aunque me ignores campo, soy tu amigo”. O en este otro párrafo, un poco anterior: “Me llamaste, otra vez, con voz de madre/ Y en tu silencio sólo halló una vaca/ junto a un charco de luna arrodillada;/ arrodillada, campo, ante tu nada”. El humor de Girondo sobrevuela incluso ante la elegía.