Si lo cuento como realmente sucedió nadie me va a creer, pero voy a hacer el intento. El sábado 5 de junio me subí a un avión de Lufthansa que debía dejarme, después de 13 horas de vuelo y una combinación, en Ginebra, en la mañana del domingo 6. A poco de despegar comencé a leer el nuevo libro de Cristian Alarcón, Si me querés, quereme transa, un relato del establecimiento y desarrollo de las redes narcos peruanas en la Argentina. Conozco a Alarcón desde hace más de diez años y su primer libro (Cuando me muera quiero que me toquen cumbia), como a muchos, me había sorprendido por su velocidad narrativa enloquecida, por su enorme talento para contar la violencia desde el centro mismo del lugar desde donde se la ejerce, por ser capaz de describir el mundo de los jóvenes delincuentes sin dejar de señalar el origen del conflicto, de denunciar a las fuerzas que los reprimían, tanto o más corruptas que ellos. Así que podía abrir el libro con confianza, y sumergirme en esta nueva investigación que le había llevado a su autor más de cinco años de trabajo. A las dos horas de vuelo, antes de la cena, había leído las primeras setenta páginas y ya estaba metido de lleno en la historia de los clanes de Alcira, de los Reyes, de los Chaparro. Más tarde leí algunas páginas más, y cuando empezábamos a cruzar el Atlántico cerré el libro, puse una película y al rato me quedé dormido con los auriculares puestos.
Me despertó la voz en inglés del capitán que pedía a los gritos un médico. Vi los bultos negros de las azafatas en la oscuridad del avión pasar una y otra vez a la carrera por los pasillos. Nadie sabía muy bien qué sucedía, hasta que el capitán informó que teníamos que volver al continente y aterrizar de emergencia en Recife, Brasil. Que había un pasajero con problemas cardíacos y estaban tratando de salvarle la vida. Minutos después me dormí, resignado, para despertarme cuando el avión tocó tierra brasileña. Al rato la voz del capitán dijo que el pasajero había muerto, y que teníamos que esperar a la policía forense, que debía hacer la autopsia y retirar el cuerpo: el hombre había muerto porque le había estallado una de las cápsulas de cocaína que traía en el estómago. La muerte había sido una de las peores que se pueda imaginar: la sustancia diluyéndose pura en el torrente sanguíneo, colapsando los órganos internos del pasajero en medio de violentas convulsiones. Llegamos a Frankfurt con siete horas de retraso, conexiones perdidas, nervios, sueño, calor, desmayos y un pasajero menos.
Como no podía dormirme, la noche que pasé en Alemania seguí leyendo el libro de Alarcón, con renovado interés. Allí, en la página 188, escribe: “Tomar cápsulas de látex rellenas de clorhidrato de cocaína es peligroso. Si una de ellas estalla, si el material cede a los jugos gástricos y deja filtrar el contenido de los dedales, la muerte es casi segura”. Alarcón va narrando la conformación de los clanes narcos en la Argentina: cómo y por qué cada uno de los líderes, casi todos ellos peruanos, llegó a Buenos Aires. La transformación de amas de casa, albañiles, campesinos, ex militantes y guerrilleros en jefes de pequeños ejércitos que compraban seguridad, hombres y la complicidad de la policía, jueces y políticos con los dólares frescos de la cocaína y su expansión durante los años 90. La apasionante trama de un mundo tan peligroso como desconocido que terminó, el 29 de octubre de 2005 y en el Bajo Flores, entre la villa 1.11.14 y el barrio Rivadavia, en un enfrentamiento de varias de esas bandas que acabó en una sangrienta masacre.