La economía no es autónoma de la política. Tampoco la política lo es del Estado de derecho. En consecuencia, una decisión económica jamás puede cruzar ambos límites aduciendo la defensa del interés general. Por esa razón, el argumento de que la “exteriorización voluntaria de moneda extranjera” permitirá toda clase de beneficios debe ser rechazado de plano. Más aun cuando su legitimación está a cargo de legisladores, funcionarios públicos y empresarios que conducen los destinos del país.
Nunca una norma jurídica basada en una injusticia originaria puede convalidar “efectos benéficos”.
Efectos que se fundamentan desde la óptica economicista y estrábica de las necesidades de caja o de difusos intereses sectoriales. Si queremos fortalecer al sector inmobiliario (que hace pocos meses iba a ser definitivamente “pesificado”) debemos utilizar el amplio herramental específico que proporciona la doctrina económica para estos casos.
En un marco macroeconómico sólido y previsible, no corresponde recurrir a la captación de dólares mal habidos que se reciclarán en la economía formal mediante una ingeniería estatal que reproduce maniobras típicas de los “paraísos fiscales”.
No se puede olvidar que este eventual flujo de divisas, inducido legalmente, tiene su origen en la evasión impositiva, el contrabando, la sobre y subfacturación de operaciones de comercio exterior, el narcotráfico, la corrupción público-privada y demás excrecencias delictivas.
Estos ilícitos no fueron pensados ni ejecutados por los sectores populares, pero los afectan negativamente por la presión tributaria adicional que se aplica sobre sus consumos para mitigar la menor recaudación resultante de esas maniobras evasivas.
Nuestro país necesita hacer de la formalidad una política de Estado, que relegitime en la práctica cotidiana el pacto fiscal que debe financiar genuinamente el pacto social.
Esta política de Estado que requiere accionar frontalmente contra el empleo no registrado, la evasión impositiva y el contrabando, debe plantearse desde arriba hacia abajo, priorizando a los agentes económicos de mayor capacidad contributiva, e incorporando paulatinamente a las pymes y a los pequeños contribuyentes con incentivos que faciliten su inserción en el sistema.
En tal contexto, aparece como escandalosamente contradictorio que eliminemos del padrón de monotributistas a personas de ingresos medios y bajos con problemas de morosidad, y en paralelo premiemos a delincuentes económicos que acumularon fortunas incumpliendo la ley.
Paradojalmente, sofisticadas maniobras ilegales de ingeniería financiera terminarán siendo protegidas por leyes injustas que vestirán el ropaje del Estado de derecho.
El desiderátum de los sistemas de recaudación fiscal de los países con mayor calidad institucional consiste en lograr el “cumplimiento voluntario”. Esto implica que los ciudadanos honren el pacto fiscal no por el temor a la persecución o al castigo sino por el convencimiento.
Esta construcción social requiere también que el Estado genere, con inteligencia, la denominada “percepción de riesgo”, o sea la sensación de que quien incumpla sistemáticamente tendrá grandes probabilidades de recibir la sanción correspondiente.
En igual sentido, aquellos que cumplieron en tiempo y forma sólo fortalecerán su actitud de ciudadanos fiscales si tienen el convencimiento de que el sistema institucional no habilitará esquemas legales que quiebren la equidad fiscal y menos aún que terminen premiándola.
El proyecto de ley presentado va exactamente a contramano de este camino en la medida en que les quita percepción de riesgo a los incumplidores seriales y fomenta la creencia colectiva de que en el futuro siempre terminan beneficiados e impunes aquellos que ilegalmente fugaron divisas al exterior y ahora podrán reingresarlas legalmente “prestándole un servicio a la patria”.
*Ex titular de la AFIP durante el gobierno de Néstor Kirchner.