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Una lana eterna

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¿Qué es más eterno? ¿Lo duro o lo flexible?
En algún momento de la fantasmal década de los 90, donde todo estaba para ser reinventado, Daniel Veronese escribió Del maravilloso mundo de los animales: los corderos. En la década siguiente, por causas que desconozco, el escritor Veronese deja de escribir y le da paso al director Veronese. Sólo dirige obras de otros. Por suerte, esos otros (Chejov, Fosse, Williams) son apropiados, asaltados por un escritor mayúsculo, y el resultado ha estado deliciosamente a la vista en estos años.
En un giro inesperado, Veronese vuelve a Los corderos más de quince años después y hace lo mismo que con Chejov: asalta su propio texto. ¿Lo actualiza? Patrañas. No hay peor mito poético que el de la actualidad. Simplemente, descubre con lujo de detalles y en la respiración de las palabras la alquimia secreta que en general nos está vedada a los autores: ¿qué ha ocurrido con el sentido no en la obra sino fuera de ella? ¿Cómo es la vida de las personas ahora? ¿Y cómo puede hacerse cargo de ello un texto antiguo? Veronese no le teme a la traición. Bah, al menos Tato Pavlovsky sostenía que toda corrección era una traición, y nadie dudó de su prédica, si bien todos corregimos en culposo secreto y con mucho de técnica.
Estos corderos se despiden esta semana del Cervantes con una fuerza arrolladora, eterna. La más clásicamente pinteriana de sus obras funciona como una mecha que se enciende junto con la luz y no claudica ni para tomar aire. De esa corrección invisible de los años, creo sospechar que han desaparecido los trazos simbólicos. Así que todo “es”. Un realismo sin magia que opera un truco gigantesco: quitar el aire. Claro que para el escritor hacen falta cinco ingredientes literarios difíciles de hallar: María Onetto, Diego Velázquez, Luis Ziembrowski, Flor Dyszel y Gonzalo Urtizberea son bestias nada mansas que escriben en la suciedad de sus urgencias la historia de nuestro teatro. Y por qué no, de nuestra literatura.