En consonancia con lo que venimos planteando en anteriores artículos de esta misma columna, existe un creciente consenso internacional promovido por el mundo desarrollado en cuanto a centrar sus políticas en el control de los flujos de evasión fiscal.
Ello, producto de la delicada situación presupuestaria de aquellas naciones que, post crisis del 2008, optaron por implementar agresivas políticas contracíclicas tanto para paliar el karma del desempleo como para generar estabilidad financiera saliendo al salvataje de los bancos intoxicados, entre otros objetivos.
Ese páramo de riqueza que llegó a plasmarse en un déficit presupuestario consolidado del orden del 7% del PBI global obligó a la promoción de medidas de orden multilateral y en algunos casos de tipo unilateral, con el objeto de detectar y disponer de aquellos fondos que no hayan sido declarados, en tiempo y forma, ante los correspondientes fiscos.
Viene al caso recordar las siguientes medidas entre las más destacadas:
Las promovidas por la OCDE en su proceso de evaluación denominado peer review, que efectúa una revisión respecto de la implementación de estándares de transparencia fiscal, haciendo presumir que el resultado de este proceso derivará en una lista de consenso acerca de las jurisdicciones concebidas como “paraísos fiscales” o “centros off-shore”.
Las recientes recomendaciones ministeriales del G20 y del G8, en las que se insta a la suscripción del llamado Convenio Multilateral sobre Asistencia Administrativa Mutua en Materia Fiscal.
La novedosa y cuestionada recomendación del GAFI respecto de tipificar como delito el blanqueo de capitales, no sólo el proveniente del crimen organizado sino también el originado en actos de evasión fiscal, incorporando así el uso de tradicionales herramientas de política criminal también para el control de conductas como las de evasión a los fiscos, siendo que las mismas en algunos países sólo llegan a ser meras infracciones administrativas.
Costos. Ahora bien, especial mención merece una medida de orden unilateral adoptada por Estados Unidos en 2010, denominada Ley de Cumplimiento Impositivo de Cuenta Extranjera (Fatca, por sus siglas en inglés).
Dicha norma insta a los bancos no establecidos en dicho país a detectar cuentas extraterritoriales de sus residentes y, para el caso de que no estén correctamente declaradas, reportar a sus autoridades impositivas (IRS) sobre su existencia.
Ese proceso de detección y reporte conlleva para nuestra banca no sólo importantes costos asociados, sino también un gran desafío y un potencial riesgo significativo.
Desde la perspectiva de los costos, no sólo habrá que inscribirse ante la respectiva autoridad de aplicación norteamericana sino que además se deberá designar un funcionario responsable, aplicar verificaciones por medio de los sistemas informáticos, implementar procedimientos específicos, etc. Asimismo, aceptar ser fiscalizado por la mencionada autoridad extranjera, llegado el caso, para verificar la existencia de esos procesos.
En cuanto al principal desafío, se trata de lograr su efectivo cumplimiento puesto que la definición de “residente americano” tiene un alcance extremadamente amplio. No sólo incorpora a aquellos nacidos o nacionalizados en esa jurisdicción, sino también a los poseedores de la llamada green card y a los que pasaron la prueba de presencia sustancial del IRS, que considera como residentes, por ejemplo, a quienes hayan permanecido en los Estados Unidos más de 183 días en el último año. A eso se añaden las personas jurídicas que posean al menos 10% de los votos o de las acciones en cabeza de una persona física con las características antes mencionadas. Tarea verdaderamente compleja.
Respecto del riesgo, para el caso de estar en presencia de un cuentahabiente que se niegue a brindar información acerca de su correcta y oportuna declaración, lo que lo transforma en un “recalcitrante”, según los términos de la ley, la entidad financiera estará obligada a notificar tal situación ante las correspondientes autoridades extranjeras.
A nadie se le escapa que todo el proceso descripto vulnera en forma manifiesta el marco regulatorio local. No sólo por aceptar ser agentes de aplicación de una ley extranjera, sino por violar normas básicas de nuestro ordenamiento jurídico, tales como las leyes de secreto bancario o de protección de datos, por nombrar sólo algunas.
Sólo la suscripción de acuerdos bilaterales, llegado el caso con su correspondiente aval legal, permitirá minimizar los riesgos asociados. De no existir la suscripción de un acuerdo intergubernamental, ya sea entre países o entre las respectivas autoridades impositivas, las perspectivas son muy desalentadoras.
A lo descripto debemos agregar el aspecto más controvertido de este proceso, que implica que aquellas entidades financieras que posean cuentas corresponsales en Estados Unidos, y que al 30 de junio de 2014 no estén inscriptas en el correspondiente registro, serán pasibles de una retención del 30% por cada operación cursada por dichas cuentas. Aspecto ciertamente contraproducente para las operaciones de comercio exterior realizadas con cualquier país del planeta.
El verdadero objetivo. Con independencia de la breve descripción conceptual de esa iniciativa, resulta importante reflexionar acerca del verdadero rol de los sectores de compliance de nuestra banca, construidos con mucho esfuerzo y con la asignación de importantes recursos. ¿Será el de velar por que nuestros sistemas financieros no sean vulnerados por el crimen organizado o, por el contrario, el de transformarse en recaudadores de impuestos de países extranjeros?
Tal venimos sosteniendo en publicaciones anteriores, lamentablemente nuestra región está siendo colonizada por lo que damos en llamar una nueva forma de imperialismo sin identidad bajo formas de organización; es el caso del narcotráfico, con un poder económico capaz de lesionar gravemente los órdenes institucionales, económicos y sociales de nuestros Estados. Esa es la gran amenaza.
Si bien no desmerecemos la lucha contra la evasión como política de Estado, ya que sin recursos no hay políticas, no debemos perder el sentido del objetivo a la hora de instrumentar nuestras herramientas de política criminal. El verdadero enemigo no es el ciudadano extranjero evasor de su fisco, sino aquel que aprovecha las debilidades humanas para hacer sus negocios afectando la dignidad de muchos de nuestros jóvenes compatriotas a niveles inaceptables desde la moral social.