La editorial Bajo la Luna acaba de publicar Virilidad, el primer texto traducido en la Argentina de Cynthia Ozick. Sobre una obra de más de veinte libros (entre novelas, cuentos y ensayos) hasta ahora habían sido traducidos al castellano apenas tres, todos en España. El pasado abril Ozick cumplió 80 años, al mismo tiempo que publicó otro libro Dictation: A Quartet, cuatro relatos, como de costumbre perfectos, cuyo último cuento –What Happened to the Baby?– es un gran retrato irónico de la vida bohemia del West Village de Nueva York, ciudad en la que vive desde que nació. Sin embargo, en la literatura de Ozick la ironía va siempre de la mano de la piedad, la agudeza de una cierta compasión, y la erudición del gusto por las cosas simples. Quizás en esta mezcla de lo alto con lo bajo, de lo ridículo con la inteligencia, y del sentido del humor con la tragedia, resida el componente judío de su mirada, un rasgo central en su obra. Ozick encarna lo judío vaciado de su esencia, lo judío como manifestación, no como sustancia; como si dialogara con un célebre pasaje de Lyotard: “Escribo ‘los judíos’ no por prudencia ni a falta de algo mejor. Minúscula para decir que no pienso en una nación. Plural para indicar que no invoco con ese nombre a una figura o a un sujeto político (el sionismo), religioso (el judaísmo), ni filosófico (el pensamiento hebraico). Comillas, para evitar la confusión de estos ‘judíos’ con los judíos reales. Lo más real de los judíos reales es que Europa, por lo menos, no sabe qué hacer con ellos: cristiana, exige su conversión; monárquica, los expulsa; republicana, los integra; nazi, los extermina. ‘Los judíos’ son el objeto de un no ha lugar por el que los judíos, en particular, son golpeados realmente”.
Pero el de Ozick es un judaísmo norteamericano, diría incluso neoyorquino. Es decir, un judaísmo que viene de Europa (y por eso incluye en su memoria, a la vez, al extermino y la burguesidad centroeuropea), pero que se implanta en otro contexto: el de la cultura de masas, el multiculturalismo, el mundo pop (aun antes de que existiera el pop) y la violencia del capitalismo. Como nadie, la escritura de Ozick da cuenta de ese choque, esa fricción, esa inadecuación. Su prosa es el resultado de esas esquirlas, del combate entre tradición y vanguardia, entre reminiscencia y tabula rasa. En la página 13 de Virilidad escribe: “Había venido a América, dijo, buscando un empleo. Le pregunté qué experiencia tenía. Repitió lo del verdulero de Liverpool. Tenía un acento rarísimo, una verdadera ensalada de acentos”. En otro libro –Levitación–, en medio de la descripción de una fiesta mundana, vuelve a escribir: “El amigo del seminario había venido con un amigo suyo. Lucy lo examinó: sabía catequizar por su cuenta y riesgo, pues no en vano era novelista. Catequizó y catalogó: un refugiado. Dedos como largas velas, desmochadas las uñas. Las cuencas de los ojos, negras”. Ejemplos como estos abundan en todos los textos de Ozick. La suya es una literatura de refugiados y de acentos raros, de inadaptados a su nuevo destino y de desterrados de su vieja morada, de desarraigados y solitarios (el judío en Ozick es siempre un ser solitario).
La de Ozick es una escritura negativa, no como si el pasado, sino al revés, como si el futuro hubiera quedado para siempre atrás; como si la literatura fuera una forma de la inadecuación, de la incompatibilidad, de la disconformidad y del desacuerdo. En Toward a New Yiddish, un ensayo publicado en 1970, Ozick discute con el humanismo judío conservador de Georges Steiner. Frente a la idea europea que imagina al judaísmo como metáfora de lo universal, Ozick lo piensa como expresión de la particularidad más extrema, al lado de los movimientos más irreductibles de su tiempo (la pelea por los derechos civiles de los negros, el feminismo, los hippies); como si la literatura y “los judíos” fueran sinónimos: una forma radical de la singularidad.