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Una noche con Falconer

Estaba leyendo Un cementerio perfecto, el último libro –magnífico– de Federico Falco, y me sucedió un hecho extraño.

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Estaba leyendo Un cementerio perfecto, el último libro –magnífico– de Federico Falco, y me sucedió un hecho extraño. El libro estaba fallado pero, como dice Lacan, la falla era perfecta para dar cuenta de la singularidad del libro.

Me explico: leo el primer cuento. Las liebres, una variante del relato Wakefield de Nathaniel Hawthorne, y me entusiasmo. Empiezo a leer el segundo, Silvi y la noche oscura. El relato es más corto y termina cuando Silvi le dice a su madre que ya no la va a acompañar más para dar la extremaunción a los moribundos porque no cree, perdió la fe. La madre se escandaliza y le dice que eso no puede ser, que van a ir a ver al padre Sampayo. Pero Silvi le retruca: “No vale la pena, mamá, no insistas, me hice atea”.

Ahí termina el cuento en mi edición fallada. Me gustó ese final. Pero me sorprendió que este segundo cuento fuera muy breve comparado con el primero.

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Pero más me sorprendí cuando pasé las hojas para leer el tercer cuento y me encontré con que el libro empezaba de nuevo, desde el comienzo. Y que Silvi y la noche oscura esta vez era más largo. Es decir que el cuento donde lo terminaba la errata era un cuento exacto, bueno. Diría muy bueno.

Algo similar pasó con los cortes que le hizo Gordon Lish a Raymond Carver cuando lo “fabricó” con gran astucia como un narrador del realismo sucio, minimalista.

Ahora sabemos que Carver, en Principiantes, había escrito cuentos todavía mejores que los que Lish le había amputado. Pero al mercado le gustan los cuentos breves y sencillos.

El cuento completo de Federico Falco era brillante, ahí el escritor se metía en problemas, ponía la historia en estado de incertidumbre.

Como le dijo Juan Antonio Pizzi a su ayudante de campo: “El partido está controlado, cómo lo enloquecemos”.