¿Qué es el kirchnerismo? No es fácil definirlo. Parece claro que se trata de un fenómeno de personalismo político no asimilable a categorías generales; forzando demasiado las cosas, puede ser incluido en el escaso grupo de regímenes cuyo referente es la Venezuela chavista. Cuando asomó a la vida política nacional, en 2003, Néstor Kirchner lideraba un sector marginal del peronismo que intentaba integrar a grupos de tradición no peronista. Ya en el Gobierno, y habiendo acumulado una dosis importante de poder, el kirchnerismo quiso ser “transversal”, con eje en el tema de los derechos humanos pero con amplia inclusividad ideológica: desde el primigenio grupo Calafate y dirigentes de tradición de “izquierda” hasta ex integrantes del gobierno de Menem y dirigentes radicales. Sus apoyos electorales iniciales más sólidos provenían de votantes de la clase media, pero en pocos años el kirchnerismo debió volver a las fuentes del voto peronista –el voto obrero y el de la pobreza urbana– y debió coexistir con los jefes peronistas de las provincias cuyos liderazgos son absolutamente autónomos.
Ese perfil personalista se proyectó sobre dos frentes en los que el kirchnerismo adquirió un perfil más definido: el estilo –fuertemente confrontativo, poco republicano– y las políticas públicas heterodoxas –no convencionales y en buena medida discrecionales–. Hoy, ya sin Néstor, con Cristina sin perspectivas de reelección, ninguno de los rasgos distintivos del kirchnerismo muestra altas probabilidades de sobrevida. Su estilo es ajeno a la cultura política dominante en la Argentina de hoy, que demanda convivencia, equilibrios y poca confrontación. Las políticas heterodoxas y no convencionales están dejando de producir resultados satisfactorios para gran parte de la sociedad. Sin los líderes personalistas, sin el estilo y sin las políticas públicas, ¿qué quedará del kirchnerismo?
La historia de las sociedades humanas es en gran parte una historia de hechos imprevistos. ¿Quién anticipaba en la Argentina de mediados del siglo XIX que nuestro país alcanzaría los niveles de crecimiento económico y demográfico con los que asomó al siglo XX? ¿Alguien imaginó en la Argentina de los años 90 que el fenómeno político dominante en el país durante la primera década del siglo sería el kirchnerismo? No me animo a pronosticar qué vendrá después de los gobiernos K, mucho menos a conjeturar por dónde podrá surgir un impulso decisivo hacia el crecimiento económico de esta sociedad nuestra tan declinante, de tan pobre desempeño colectivo desde hace décadas. Pero no tengo dudas: existen condiciones favorables para que eso ocurra y una notoria necesidad de cambios profundos reclamados desde distintos ámbitos de la sociedad.
Suele decirse que la coalición política que reemplazará al Gobierno actual será inexorablemente “peronista”. Es muy posible que así sea, y a la vez eso casi no quiere decir nada. Se vislumbra que la coalición victoriosa en 2015 provendrá o bien de la vertiente moderada del actual gobierno (Scioli) o de la vertiente moderada que se fue separando del actual gobierno y emerge como oposición (Massa) o de las provincias con liderazgos fuertes (incluyendo, desde luego, a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires); son menos los que conciben una victoria electoral de una coalición liderada por un radical o un “progresista” (Cobos, Binner). En materia de estilo casi nada separa demasiado a todos esos grupos y a sus dirigentes –absolutamente alejados del estilo K– y en términos de políticas públicas ninguno define propuestas orientadas al puñado de temas fundamentales que explican la declinación del país.
Por eso pienso que después del kirchnerismo se abrirá una notable oportunidad para que la Argentina política vuelva a pensarse a sí misma e imagine formas novedosas de canalizar la extraordinaria energía que produce la sociedad hacia nuevas respuestas a los crónicos problemas del país. No sé si seremos capaces de aprovechar la oportunidad.
*Sociólogo.