En el brindis por la aparición de Bajo influencia, novela de María Sonia Cristoff, recientemente publicada por la editorial Edhasa, se repartía un folleto con tres textos sobre el libro. Uno de Sergio Chefjec, otro de Josefina Ludmer, y el tercero de Patricio Fontana. El de Ludmer comienza con una frase bien curiosa: “Una novela hiperculta, delirante y divertida que sólo podría haberse escrito aquí, en Argentina”. Si algo tiene de curiosa, de extraña esa sentencia, es que proviene de la campeona del fin de las literaturas nacionales, del surgimiento de las literaturas postautónomas, e incluso de la crisis de los géneros (recuerdo ahora de memoria –es decir, mal citada– alguna frase de Ludmer sobre el tema, como justificación a cierto corpus elegido: “Estas escrituras no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura”). Y sin embargo, pese a esa contradicción o a ese lapsus, o mejor dicho, gracias a eso, Ludmer define a Bajo influencia como una novela y, sobre todo, como una argentina, lo que remite a una larga serie de encadenamientos y preguntas, comenzando por una: ¿qué es lo que vuelve argentina a la literatura argentina? Ludmer da entonces un principio de respuesta. “Es hiperculta, es delirante y divertida.” Y tiene razón. Hilemos fino entonces –demasiado fino, tal vez– en el lapsus: podría sugerirse la hipótesis de que si las escrituras (que ya no se sabe si son literatura o no) son postautónomas, no lo son en cambio las lecturas. Las condiciones sociales de lectura mantienen todavía cierto hálito nacional, aun en crisis. Y si algo vuelve irremediablemente argentina a la novela de Cristoff, es precisamente su modo de leer las tradiciones literarias.
La segunda parte de la novela retoma, como pocas en la literatura argentina reciente, el tópico anglosajón de la sátira a la impostura del mundo del arte. Entre sus líneas se cuela el arco que va de The rock pool de Cyril Connolly a Theft: A Love Store, de Peter Carey, hecho de ironía, erudición y un leve hartazgo (“eso conduce al arte a su mejor dirección: la que lo despoja de fantasías de personas y personajes y lo arroja a ser puro pensamiento, planteo de problemas a los que no hay que estar buscándole nombres propios que nunca resultarán los adecuados. ¿Por qué? Simplemente porque están de más, son superfluos”). Todo cruzado con un delicado efecto de pérdida de la identidad, de intercambio de personalidades y nombres entre los personajes; pero llevado a cabo de un modo radicalmente distinto al de otras grandes novelas sobre el desdoblamiento de la identidad y el extravío de la originalidad, como El perseguido, de Daniel Guebel, o la más reciente Toda la verdad, de Juan José Becerra. Porque si en las novelas de Guebel y Becerra la mutación es ante todo un obstáculo a vencer por el texto (el arte de la narración que arrasa con todo lo que se le interponga), en Cristoff la transformación y el desdoblamiento son leídos como los modos contemporáneos del lazo social.
Pero antes está la primera mitad del relato: el momento francés de la novela argentina. Dos personajes –un hombre y una mujer– se encuentran por azar (un choque en la calle), y sobre ese accidente casi minimalista se va construyendo un relato hecho de caminatas por la ciudad, de un deambular eterno, de un no poder detenerse que recuerda levemente a Cleo de 5 a 7, de Agnès Varda (sólo que en el film la protagonista excluyente es una mujer), por la forma febril y a la vez sutil con la que Cristoff sigue a sus personajes (recomiendo leer esta primera mitad escuchando de fondo a Michel Legrand). Efectivamente, Bajo influencia, como la más interesante literatura argentina, es una poderosa, talentosa e imprevisible máquina de leer.