Me siento motivado a hablar de la crisis política en los países árabes, pero sin ninguna competencia particular en el tema. ¿Qué legitimidad puede tener mi opinión? Una respuesta sería que, al fin y al cabo, me asiste el mismo derecho que a cualquier ciudadano del mundo –protegido por algún principio como, por ejemplo, la 1ª Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos–. Ahora bien, dado que el sistema de medios tiene, con todo, algunos mecanismos autocorrectivos, puede ocurrir que mi punto de vista no le interese a nadie. Lo cual es igualmente legítimo. Si queda por ahí algún lector, le advierto que, por razones de espacio, estoy obligado a ser somero y brutal.
¿Qué grandes procesos están marcando, por el momento, este nuevo siglo que ha entrado en su segunda década? Creo que los tres más importantes son: 1) la crisis económica del capitalismo globalizado, que reenvía a su vez a la crisis ideológica del neo-liberalismo; 2) la crisis política de ese capitalismo, que se expresa en el fin del liderazgo mundial de los Estados Unidos, los cuales son perfectamente conscientes de que, dados los comportamientos de estos últimos años (guerra de Irak, Guantánamo, etc.) su política internacional no puede apelar al más mínimo sustento moral (no digo que alguna vez lo haya tenido, digo que ya ni siquiera lo pueden invocar); 3) la mutación de Internet.
Esos tres procesos se entrelazan en un complejo tejido histórico. Los movimientos sociales en el mundo árabe deben ocupar el cuarto lugar de esa lista. Sirva de prueba el hecho de que esos movimientos están iluminando intensamente los otros tres procesos: la inmensa riqueza acumulada en los países árabes, asociada al petróleo, es un componente esencial del capitalismo neoliberal global; los líderes de las democracias republicanas, tanto de los Estados Unidos como de la Unión Europea, quedan paralizados ante la magnitud de las protestas, entre otras cosas porque sus gobiernos han sido y siguen siendo los eternos cómplices de esos regímenes despóticos, los cuales, en fin, cuando se sienten amenazados, lo primero que hacen es desconectar sus países de la Red.
En el mundo árabe está cobrando forma lo que tal vez, en el siglo XXI, le dé un nuevo contenido semántico al concepto de “revolución”: la ocupación masiva, durable y sin violencia, de los espacios urbanos de las ciudades, ocupación que siempre termina encontrando, a pesar de la censura, un camino para entrar en el ciberespacio. A juzgar por la escala en que se está produciendo, se trata de un hecho nuevo, porque no es una multitud más o menos importante que sale a la calle a “manifestar” a favor de tal o cual reclamo; son, literalmente hablando, ocupas del espacio público, que paralizan la actividad de sus países con un solo objetivo: el rechazo, rotundo e inequívoco, de gobiernos construidos sobre una insoportable desigualdad social que es administrada como modo de vida y destino natural de la población.
Es lógico que la gran ola de discursos mediáticos esté focalizada en el “mundo árabe”, que “ya no será más lo que fue”. Pero lo que está pasando es igualmente importante para los que vivimos en el llamado “mundo occidental” y para nuestros gobiernos (lo cual me ayuda a justificar esta incompetente toma de palabra): la “crisis del mundo árabe” nos devuelve, en negativo, la imagen del capitalismo global en el que estamos metidos. Los ciudadanos del mundo “libre” no necesitamos ningún WikiLeaks para percibir la duplicidad de los gobiernos de Occidente, que hoy aplauden unánimemente las aspiraciones democráticas y la madurez del pueblo egipcio. Los negocios y el petróleo pueden con cualquier principio ético. Ante esa gigantesca hipocresía global, el trío Chávez, Kadafi y Cristina Fernández de Kirchner sonriendo para la foto en la Isla Margarita, o la frase de nuestra presidenta en su visita a Trípoli –recordada por este diario el domingo pasado– según la cual “es necesario sumar voluntades de todos los que creemos que debe existir una sociedad más justa”, son apenas travesuras infantiles.
Pero ese aplauso unánime de Occidente encierra sus peligros. ¿Quién dice que las sociedades civiles de las democracias occidentales no pueden aprender algo de las multitudes árabes, aunque éstas se hayan podido olvidar del detalle de las cacerolas? Tal vez estemos asistiendo al nacimiento de la metodología para hacer revoluciones en los espacios públicos del siglo XXI.
*Profesor plenario, Universidad de San Andrés.