COLUMNISTAS

¿Una obra maestra?

Cuando Fogwill no se dedica a atacarme por mis posiciones políticas, suele decir cosas interesantes.

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Cuando Fogwill no se dedica a atacarme por mis posiciones políticas, suele decir cosas interesantes. Hace un tiempo hizo unas curiosas declaraciones sobre Pablo Ramos, un escritor nacido en 1966 que lleva publicados tres libros de ficción: El origen de la tristeza (relatos, 2004) y las novelas Cuando lo peor haya pasado (2003) y La ley de la ferocidad (2007). Las declaraciones son curiosas porque en una frase reúnen dos ideas que no suelen ir asociadas. Por un lado, decía Fogwill que La ley de la ferocidad era una obra maestra; por el otro, que Ramos iba a empezar a escribir mal. En general, cuando alguien afirma que un libro es una obra maestra, suele apostar a favor del autor, sobre todo cuando es casi primerizo. De hecho, los dos primeros libros de Ramos son un entrenamiento para una obra de mayor ambición literaria –una ambición ciertamente enorme– como lo es su segunda novela.

Es cierto que Fogwill es un cultor de la ingeniosidad gratuita, pero esta no lo es. Su justificación para el augurio está basada en la idea de que Ramos, como si fuera un jugador de fútbol talentoso que acaba de ser vendido prematuramente a un club grande, no está preparado para el desafío que lo espera. Dice Fogwill que Ramos “se puede convertir en un escritor de primera línea si acepta ciertas reglas del juego y si aprende a controlar y analizar sus textos”, pero teme que la presión económica lo lleve a un deterioro en la calidad de su trabajo. Ramos le da la razón al menos en parte: “Fogwill me salvó la vida atacándome (...) cuando me den un adelanto antes de terminar el libro porque necesito 10.000 pesos, ahí voy a empezar a escribir mal porque voy a apurarme”.

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Pero hay algo más en este asunto que una mera discusión sobre las tácticas a emplear para triunfar en el arte en particular o en la vida en general. Y es la naturaleza de la novela de Ramos. La ley de la ferocidad es una obra maratónica, no tanto por su extensión (350 páginas) sino por su aliento descomunal. Aunque el relato tiene algunas digresiones y vueltas al pasado, transcurre casi íntegramente en los tres días que dura el velorio del padre del narrador, quien se entrega a un raid extenuante de alcohol y drogas acompañado por el dolor de los recuerdos y una furia incontrolable y retrospectiva con el muerto que se extiende a la mayoría de los vivos. El talento de Ramos sorprende e impresiona. Su imaginación para sostener páginas y páginas de máxima intensidad emocional es tan admirable como su destreza para habitar la geografía porteña a ambos lados del Riachuelo, para unir mediante un hilo secreto un siglo de historia argentina y, sobre todo, para cortar ese vértigo destructivo con los estallidos de ternura que aparecen apenas el protagonista entra en contacto con los niños (Ramos había dado muestras de esa luminosa faceta de su prosa en El origen de la tristeza).

Es cierto que, como señala Fogwill, La ley de la ferocidad tiene altibajos. Pero ese no es el problema. Altibajos tienen Tolstoi y Dickens. Pero no estoy seguro de que aprender “las reglas del juego y controlar más el texto” mejoraría radicalmente una novela cuya estructura es la de un libro testimonial, casi de autoayuda, en el que un protagonista poseído por la desesperación termina encontrando refugio en la escritura misma, a la que presta una atención perfeccionista según el modelo de la narrativa norteamericana. Lo que me parece que explica cierta insatisfacción frente a este libro notable es que el texto se puede pulir infinitamente, pero esa idea eficiente, profesional de la literatura, ligada a la pléyade burocrática de talleristas, agentes, editores, críticos y colegas (a los que Ramos agradece largamente en la última página) tiene una limitación insalvable. Pero la escritura de Fogwill, ciertamente más refinada que la de Ramos, presenta una dificultad parecida.