Si tuviera domicilio en la provincia de Buenos Aires, su voto en las elecciones próximas tendría que inclinarse en favor del oficialismo, pero la ciudad de Buenos Aires le ahorrará ese agrietamiento de conciencia.
En menos de dos años, el barrio donde pasa la mayoría de sus fines de semana, escuchando los delirios narrativos de su madre, ha crecido mucho más que en los ocho años previos de gestión sciolista e incluso más que considerando los períodos de gobierno de Carlos Ruckauf y Felipe Solá. En suma, ha habido más transformaciones estructurales en los dos años últimos que en los previos dieciséis.
En primer lugar, el asfalto a cuatro carriles de la Ruta Provincial 24 y el tendido de fibra óptica desde Moreno hacia Rodríguez por la calle Carola Lorenzini. En segundo término, las fuentes de trabajo que sus hijos critican con el sarcasmo propio de los jóvenes como el avance del capitalismo global: una estación de servicio, un supermercado, y ¡una hamburguesería!, todo a quince minutos a pie de su casa. A diez minutos en auto (que en medidas suburbanas se traduce en “a dos puentes”), una sucursal del banco donde le depositan el sueldo, con cajeros automáticos que expenden dinero (y en los que se pueden depositar cheques). Pronto, anuncian, el barrio se enriquecerá con una pizzería nueva y un restaurante especializado en milanesas. Para entonces ya habrán llegado las calles asfaltadas, las cloacas, el agua corriente, la escuela nueva.
Hablando de narraciones delirantes, su verdulero lo pone a prueba: en K41 van a poner también una agencia de Hotesur, con un pedacito de glaciar para que visiten los pobres. Y su madre sostiene que la ruta asfaltada encubre una pista de aterrizaje desde donde despegarán los aviones que Argentina, aliada con los Estados Unidos, mandará a Venezuela para derrocar al régimen de Maduro.
Definitivamente, aquél es su lugar real e imaginario en el mundo.