La victoria de Donald Trump en las inminentes elecciones presidenciales de Estados Unidos podría parecer la peor de las pesadillas para los países de América Latina: expulsiones masivas de inmigrantes ilegales, extensión del muro fronterizo con México, redefinición de los acuerdos comerciales bilaterales, enfriamiento de las relaciones diplomáticas.
Pero ¿sería así?
Resulta difícil predecir cómo se comportaría verdaderamente el candidato republicano si llegara a triunfar en la carrera hacia la Casa Blanca. Difícil porque no posee una trayectoria política lineal en la que se pueda identificar una escuela de pensamiento en particular; porque muchos de los contenidos de su campaña fueron determinados más por la necesidad de reforzar su personaje que por la de compartir un auténtico programa de gobierno; porque el pragmatismo americano y los grupos de poder jugarían un papel importante en la gestión de las relaciones de proximidad.
Esto no significa que sea inútil elaborar un marco hipotético del comportamiento de un presidente Trump recién elegido, en los días posteriores a su ingreso a la Casa Blanca. Consideremos plausibles sus declaraciones en los últimos meses.
En primer lugar, analicemos la construcción, o bien el refuerzo y la extensión, del muro existente en la frontera con México. Trump habla de impedir la entrada de inmigrantes irregulares y controlar mejor el territorio con una propuesta grandilocuente que se torna aún más pomposa por la sugerencia de que los gastos de la estructura serían costeados por el gobierno mexicano. El resultado es una imagen muy llamativa, una medida de ninguna eficacia y que iría totalmente en contra de la historia.
Siguiendo con el tema de las relaciones con México, otro capítulo caliente sería la renegociación de los contenidos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan). Una vez más, la afirmación de Trump de que reformularía todo tiene un fuerte impacto demagógico, pero al final las negociaciones dependerían no sólo de él sino también de la Secretaría de Estado y las cancillerías de México y Canadá.
Diferente es lo que pueda suceder con el TPP, el Acuerdo Transpacífico firmado por los Estados Unidos y 11 países más, incluyendo a México, Perú y Chile. Este expirará si Washington no lo ratifica antes de febrero. Fuertemente respaldado por Obama como un bastión contra la dominación china en el Pacífico, tanto Trump como Clinton lo han criticado con dureza.
La última palabra será del Congreso, pero el próximo presidente tendrá sin duda su peso en la decisión final.
Luego nos encontramos con el capítulo de los vecinos “difíciles”, Cuba y Venezuela, dos antagonistas ideológicos históricos. El gobierno de Obama convirtió en símbolo de la nueva ola de apertura y disponibilidad al primero, y al segundo en una advertencia simbólica del valor de la defensa perpetua de los principios democráticos. Para Trump siguen representando los viejos regímenes comunistas, una antítesis del estilo de vida americano.
Cerca de estos están los tres más grandes de la Sudamérica, Argentina, Brasil y Chile, que están viviendo, cada uno a su manera, una delicada fase de transición interna que hace rentable una “amistad” virtuosa con el Gran Hermano del Norte, pero que Trump no parece dispuesto a ofrecer.
Por último, pero no menos importante, está el aspecto de la actitud bivalente de Trump hacia América Latina: sus discursos violentos y xenófobos y sus intereses personales en Panamá, Uruguay y Brasil, de miles de millones de dólares en negocios inmobiliarios y casinos.
Hacemos bien en recordar el dicho latín pecunia non olet (“el dinero no huele”), y es por ello que al final, por sobre todas las consideraciones de política internacional prevalecerán los intereses de los poderosos grupos de presión de Wall Street. En cualquier caso, las actuaciones de Donald Trump terminarán siendo simplemente un recuerdo pintoresco.
*Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral.