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Una relectura de la derecha (2)

La pequeña editorial española Sequitur acaba de publicar un libro por demás interesante: La actitud conservadora, de Michael Oakeshott. Los libros de Sequitur se consiguen fácilmente en Buenos Aires y su catálogo (por ahora de alrededor de sólo quince títulos) combina textos ya frecuentados pero siempre interesantes de releer (como el Simón Bolívar de Marx; ¿Qué es una nación?, de Ernest Renan, o Contra los poetas, de Gombrowicz) con libros hasta ahora inéditos en castellano de autores como Bauman, Bernstein o Zizek.

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La pequeña editorial española Sequitur acaba de publicar un libro por demás interesante: La actitud conservadora, de Michael Oakeshott. Los libros de Sequitur se consiguen fácilmente en Buenos Aires y su catálogo (por ahora de alrededor de sólo quince títulos) combina textos ya frecuentados pero siempre interesantes de releer (como el Simón Bolívar de Marx; ¿Qué es una nación?, de Ernest Renan, o Contra los poetas, de Gombrowicz) con libros hasta ahora inéditos en castellano de autores como Bauman, Bernstein o Zizek. La actitud conservadora es uno de esos libros inéditos, formado por la transcripción de una breve conferencia que Oakeshott dio en 1956, más un muy inteligente prólogo de John Gray. Inglés, Oakeshott nació en 1901 y murió en 1990. Poco traducido en castellano, pero clave en el debate filosófico-político anglosajón, fue obviamente profesor en Cambridge y en Oxford. Autor de libros sobre Hobbes, sobre el liberalismo y sobre la relación entre moral y política, el suyo es un pensamiento conservador del principio al fin.
La filosofía de Oakeshott se sustenta en una idea básica: la primacía de la experiencia por sobre la teoría, es decir de la vida práctica por sobre las ideas. Aquí Oakeshott no aporta demasiado a la larga, larguísima tradición anglosajona que prioriza el sentido común a la hermenéutica, la acción sencilla a la crítica radical y la honestidad al deseo. En principio, nada interesante puede fundarse en un pensamiento como ése. Sin embargo, si se leen atentamente algunos de sus libros, si se los lee en otro contexto, de un modo crítico, es decir si simplemente se los lee (porque leer en serio siempre implica violentar el texto leído, forzarlo, sacudirlo, hacerlo crujir), es posible encontrar un mundo de ideas y significados muy agudos, un discurso que permite elaborar una reflexión casi radical sobre el estado de la literatura y su relación con el presente.
Porque si de algo hablan los textos de Oakeshott es del estatuto filosófico del presente. Del presente como horizonte final de todo pensamiento. Eso se vuelve evidente en libros como The Voice of Liberal Learning, y también reaparece de un modo lateral (aunque clave) en La actitud conservadora. Para definir tal actitud, el autor da una explicación casi obvia: “Ser conservador consiste en preferir lo familiar a lo desconocido, lo contrastado a lo no probado, los hechos al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante”. En esta especie de propensión psicológica quedan afuera, obviamente, la cuestión del cambio, el malestar frente al estado de las cosas, el deseo de revolución (o lo que es lo mismo: el carácter revolucionario del deseo), la injusticia. No hace falta repetirlo: estamos frente a un teórico conservador. Pero antes, en la argumentación que conduce a su definición, Oakeshott señala una serie de ideas sobre las que vale la pena detenerse. Escribe: “Lo que se valora es el presente y se aprecia no por sus conexiones con una remota antigüedad ni porque se lo considere superior a cualquier alternativa posible”. Aquí (y en otras frases como ésta) Oakeshott se detiene al borde del nihilismo. De repente, introduce un fraseo nietzscheano, un eco impensado de Bataille: el presente es el único tiempo para la literatura. No el futuro, veleidad romántica en sus diferentes seudónimos (posteridad, testimonio, gravedad, trascendentalismo), ni tampoco el pasado, en sus diversas facetas (memoria, historicismo, redención) sino el presente como horizonte final para el arte. Así se pensó siempre la vanguardia: sin tradición detrás, sin herencia por delante (como si conservadurismo, nihilismo y vanguardia tuvieran un mismo núcleo en común). Porque la vanguardia apunta al presente como forma de señalar su revés crítico: su disconformidad, su malestar, su inadecuación, su negatividad. Leer a autores como Oakeshott puede llevarnos a lugares inesperados.