Mientras la organización sindical del trabajo atraviesa su peor momento, uno en el que los trabajadores dejan de ser obreros explotados para convertirse en autónomos con CUIT, en proveedores a la deriva, en entidades exentas de toda plusvalía, los directores de teatro, verdaderos autónomos por definición histórica y acaso llaneros solitarios de un campo devastado, hoy, aquí, ahora, a contrapelo del mundo y del momento, en un gesto que me llena de orgullo, deciden colegiarse a pelear por sus derechos nunca reconocidos totalmente.
Los dramaturgos, actores, músicos y hasta coreógrafos son considerados “autores” ante la ley y tienen derechos sobre la autoría intelectual de su producto. Los directores, no. La concepción y puesta en escena de teatro quedan en un limbo legal no reconocido por nadie, salvo por la propia compañía que los contrata o la cooperativa que se reparte las ganancias. Es una omisión interesante de la cual hay mucho por dilucidar. La figura del director nació de un asunto álgido y político. En la Italia de la Commedia dell’Arte, donde los actores autoorganizaban la creación, explotación y distribución del teatro, como células anarcas donde reinaba el espíritu cooperativista, el fascismo vino a imponer al director con sus investiduras mágicas: un patrón, un propietario, una autoridad única con la que era más fácil sentarse a negociar todo, desde el contenido permitido hasta el precio de ese trabajo.
Lejos estamos hoy de ser los vecinos privilegiados del poder. Un signo claro: existió aquí una asociación de directores, la ADIT, a quien un señor Roberto Táliche y el espíritu dictatorial de 1977 invitaron a retirarse de Argentores, donde tenía su sede.
La flamante Apdea acaba de formarse espontáneamente, como una reparación. La empujan casi el 90% de todos los directores de Buenos Aires con más de una diferencia estética e intelectual e invitan a los demás a darse una vuelta por lo que –hasta ahora– son asambleas ruidosas y encarnizadas. Ojalá.