Desconozco casi todo sobre Gilda y corro el riesgo de encarnar en la vida real a mi personaje de El crítico, sobre todo en esa escena donde Dolores Fonzi me baila frenéticamente Corazón salvaje y yo no logro entender por qué esta canción es mejor que otras. Recuerdo que alguna vez polemicé en estas páginas con Pedro Mairal, quien pacientemente intentó explicarme la diferencia: que Gilda era dulcísima, que tenían eso tan ambiguo que llamamos aura y que ante tales manifestaciones espumosas el juicio crítico obedece reglas decididamente más subcutáneas.
El estreno de la película de Lorena Muñoz viene a abonar una idea rica y farragosa, por insoluble y enigmática, que entra en el terreno de lo literario: si bien lo popular no es un valor (no está ni bien ni mal ser popular), el “valor de lo popular” descansa sobre un gran misterio. Los íconos que aúnan pueblos son siempre mal explicados. Que Borges o Gilda sean populares (cada uno en su parcela, trazada con estrictas líneas de sal en tierra pantanosa) depende de factores muy ajenos a la fría observación del que carece de toda fe.
La película podría caer dentro del subgénero “biopic que cuenta el sueño realizado de cantantes”. Pero Muñoz evita los lugares comunes, los que ya sabe todo el mundo (menos yo) y apenas roza sin tocar los asuntos de habladurías que hacen al mito. Gilda, o tal vez Natalia Oreiro, su médium más acertada, la sosías perfecta que se adueña desde hoy y para siempre de su alma, se esmera en aclarar: “Yo no hago eso, yo no soy santa”. Negación que sólo sirve para afirmar aun más aquello que niega. Porque, ¿qué es la santidad?
Me gusta esta película porque explora la sinrazón del deseo, del deseo puro. Por qué Gilda quiso ser Gilda y no Miriam, que era más fácil. Por qué cantó cumbia y no pop, que también podría haber sido. Por qué teñía de inocencia lo que venía alfombrado de mafias y de vulgaridad. Por qué murió sólo cuando sus deseos opuestos (cumbia y familia) se juntaron. Misterio.