Las vacaciones fueron concebidas por las empresas y el Estado para que los individuos se deshagan de parte o la totalidad de su excedente económico anual, sometidos al imperativo maníaco de la compra temporal de la felicidad. Como todos, obedezco a ese mandato. Mi coartada moral para la admisión consciente de ese certificado de esclavitud es que en verano el calor impide escribir y, en cambio, bajo alguna sombra o al amparo de algún frescor, si no es la escritura al menos puede florecer la lectura, que es, como todo el mundo sabe, el alimento básico de cualquier escritor.
Para esta modesta semana vacacional que me toca, me prometí acceder a algunas cumbres que hasta entonces no había ascendido: metí en la valija, entonces, Mansfield Park, una novela de Jane Austen, autora que (aun viéndole la sabia urdimbre) me sumió siempre en el tedio por lo insípido de sus asuntos de romance-casamiento-herencia-familia, y Las hermanas Makioka, la obra maestra de mi adorado Junichiro Tanizaki, que siempre se me retobó a causa de la enorme cantidad de indiscernibles nombres nipones. También incorporé, en beneficio del azar, la Trilogía de Nueva York, de Paul Auster, autor que nunca llegó a interesarme y cuyo volumen cayó en mis manos sin que lo pidiera.
Pero… el auto que alquilé fundió al primer día su aire acondicionado, el hostel ecológico tiene al parecer sus cloacas tapadas y entre el olor a pozo ciego (o a naturaleza salvaje), las picaduras de los mosquitos y el colchón vencido, dormir de noche se vuelve difícil, así que me desvanezco apenas llego a la playa, y el protector debe de estar vencido porque el sol me escalda mientras la arena se mete en la boca que babea. Leer en estas condiciones es imposible y nada me alienta más que la idea de un retorno a una bañadera llena de agua fría donde, por fin, podré alcanzar esos paraísos del verano.