Los que crecimos con el mundo en gamas de gris, fantasmas en pantalla, la zozobra del cable coaxil, la aparatosidad del móvil de exteriores, no perdemos cierto asombro, incluso hoy, ante la nitidez con brillos y la ubicua agilidad de la televisión del presente. Ya no se trata, como antaño, de la maravilla de la técnica, sino de otra clase de embrujo: que parezca estar ahí la propia realidad, perfectamente a nuestro alcance, sin que se note que es la técnica lo que está de por medio.
No obstante, en la televisión perdura un rezago de imperfección, que yo personalmente adoro. Ocurre cuando desde los estudios centrales se dirigen a un periodista o a un entrevistado ubicado en alguna provincia, o bien en algún otro país. Lo que le dicen él lo oye un poco más tarde, diez o quince segundos más tarde, y es así que se produce un hecho televisivamente excepcional: ahí se produce una pausa. Es la pausa que transcurre en el delay entre la emisión y la recepción de la frase. Pero el efecto que eso crea, aunque no sea en sentido estricto verdad, es que la persona en cuestión se toma un tiempo antes de responder. Parece la pausa de una reflexión, la de quien se detiene a pensar lo que va a decir.
No sucede en televisión casi nunca. Hubo quienes sí lo practicaron: Tomás Eloy Martínez (Los argentinos), Hugo Guerrero Marthineitz (A solas), Jesús Quintero (El perro verde): están ahí para confirmar la regla, como toca a toda excepción. Lo usual es que se hable sin detenerse a pensar lo que va a decirse. Cunden los entrevistadores que no atienden al interlocutor, porque en rigor no lo escuchan, destinan ese lapso a ensayar su siguiente pregunta, que soltarán de pronto interrumpiendo al entrevistado; cunden los que recitan una lección aprendida de memoria, con la mente rigurosamente en blanco, sea porque repiten siempre lo mismo, sea porque pronuncian el discurso que un asesor previamente les preparó; cunden los que cultivan el exabrupto, y con ello la barrabasada, profiriendo sin sopesar lo primero que se les viene a la mente.
Todos tenemos esta inclinación: la de juzgar como inteligentes a aquellos que piensan lo mismo que pensamos nosotros. Es un modo relativamente inocuo de la vanidad personal. Pero podemos aplicar, por qué no, este otro criterio de valor a lo que vemos diariamente en la tele: distinguir esos programas y a esas personas que piensan lo que van a decir antes de ponerse a decirlo (aunque lo que digan nos parezca equivocado y no queramos compartirlo) de esos programas y esas personas que hablan sin detenerse a pensar (aunque digan lo que nosotros pensamos y por ende nos parezca bien).
Alguna vez existirá la tecnología que permita a los periodistas que están lejos escuchar al instante y responder al instante lo que desde estudios centrales les digan, y la pausa de la reflexión, así sea tan sólo aparente, habrá retrocedido en pantalla todavía un poco más.