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Veinte longevos

Diecisiete escritores más una cineasta (Agnès Varda), un fotógrafo (Robert Frank, que también filmó) y un editor (John Calder).

11-10-2020-Perfil logo
. | CEDOC PERFIL

Se acaba de estrenar la editorial Vinilo, que se propone editar libros de no ficción “para leer de una sentada”. Uno de los dos que se publicaron en el lanzamiento fue Cómo falsificar una sombra de Matías Serra Bradford, que reúne veinte obituarios que el autor firmó en los grandes diarios argentinos. Si la sentada del lector se supone breve, la acostada de los retratados es definitiva. Pero Joana D’Alessio, la responsable de Vinilo, afirma que el subgénero que prefiere de la no ficción es el de “destrucción y muerte”, de modo que resulta coherente que su proyecto empiece hablando de veinte personajes que pasaron al otro lado. Se trata de diecisiete escritores más una cineasta (Agnès Varda), un fotógrafo (Robert Frank, que también filmó) y un editor (John Calder). Todos murieron entre 2006 (Sybill Bedford y Muriel Spark) y 2020 (Rubem Fonseca) a una edad avanzada, con una vida y una obra detrás.

Este dato es importante porque califica la tarea de Serra Bradford: en cada caso, su misión fue resumir en unas cuantas líneas y durante las pocas horas que mediaron entre el deceso y el cierre de la edición algo que ocurrió a lo largo de noventa o cien años. Un trabajo parecido al del asesino a sueldo, aunque bien podría hablarse de responsos a sueldo. No en todos los casos: el obituario de Fonseca merece calificarse de ejecución post mortem. Es que Serra no se priva de criticar a los difuntos cuando lo considera apropiado. De hecho, el libro es una ópera en veinte actos (y una obertura) dedicada a la crítica, a cuya desaparición a partir de 1980 atribuye la decadencia de las artes, una catástrofe cuyo único remedio sería «convertir a la crítica en un proyecto sigilosamente heroico». 

Hay que decir que Serra se luce en esta novela hecha de obituarios (la existencia de la no ficción es en el fondo una ficción). No solo por la velocidad y la destreza con la que cumple con una tarea ímproba, al alcance de muy pocos, sino por la libertad con la que se permite convertir el género en una plataforma perfecta para consignar los hallazgos de la lectura. «Una historia, no importa cuán moderada, debe carecer de temor» dice Serra citando a John Berger y la máxima se aplica a su propio libro, que no le teme al diálogo con los muertos, ya que de eso se trata la literatura. Y también es ciertamente moderado, salvo cuando se trata de aclarar que los héroes de esta historia son los artistas y los críticos, mientras que los villanos son, salvo excepciones, los editores. Hablando de Diana Athill (uno de los nombres que desconocía y me propuse leer perentoriamente a partir del libro, igual que el de Bedford y el de Peter Matthiessen) escribe Serra: «... los puntos cardinales que orientan a los editores aturdidos: la mala puntería nutrida de la ignorancia, la hipocresía, el autismo y el capricho sádico. Esos vicios enmascaran uno peor —una indiferencia temible—y censuran el ejercicio de su remedio: la vieja y noble admiración». Poderoso. Y enigmático también: el obituario de Rafael Sánchez Ferlosio termina diciendo: «Cada uno busca esconder para sí el misterio de su arbitrariedad». En la ambigüedad de la frase, en la que el «esconder para sí» puede interpretarse como el ocultamiento de un secreto a los demás o como la ignorancia sobre el propio ser, reside el verdadero corazón de la crítica.

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