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Vejez

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Melancólica constatación al borde de los brindis finales: todo involuciona vigorosamente. Pero, tal vez, la penosa confirmación sea sólo el penoso umbral de un retorno a ciertas virtudes.

Las demostraciones prosperan en todos los escenarios. El grupo reinante, por ejemplo, se recoge en sí mismo. Siempre habrá alguien debidamente ungido en los aires fundacionales de la interminable Santa Cruz para aterrizar en las palancas del poder federal, como lo revela la defenestración del procurador Joaquín Da Rocha. Desde 2003, de la provincia sureña emana un flujo infinito de funcionarios todo terreno. ¿Cómo será ser santacruceño cuando este oficialismo expire? Más allá de la anécdota burocrática, lo esencial: el poder, propiamente dicho, es cada vez más restringido y endogámico, evidente exhibición de pobreza y paranoia.

Lo pretérito, también sobresale en la deprimente agenda cotidiana de ocupaciones, usurpaciones, cortes, bloqueos, infracciones puntuales que encallecen y se prolongan. La transgresión ocasional se extiende en el tiempo, sobrevive a las asperezas de la coyuntura y se hace crónica. Como un organismo plagado de deformaciones que se apilan como capas geológicas, la sociedad argentina se aparea con lo irregular, hasta un punto en el cual, la frontera de la legalidad, burguesa o como se la quiera llamar, se hace indefinible. Todo será siempre posible. Lo central penetra el hueso social: lo teóricamente sancionable deviene sencillamente natural.

La fornida marcha atrás arrasa con consideraciones juzgadas irrelevantes. Boudou como jefe de Gobierno porteño es más que un dislate delicioso. Trasciende incluso su rasgo de provocación colosal. Quince años después de la reforma constitucional que proclamó la autonomía de Buenos Aires, un economista marplatense con pasado de playboy, afanes de motociclista, arrebatos rockeros y predilección por la protección de la CGT presume que será el hombre de los porteños. Su aspiración es tan desmesurada como estrambótica: estudioso de las cámaras de gas de la Alemania nazi, Boudou es en materia urbanística un analfabeto integral, pero, ¿qué y a quién le importa? Lo importante: se afianza la noción de que la ceguera y el capricho son atributos primordiales para hacer carrera en el poder.

Ese mismo y acre perfume del pasado que siempre vuelve, se respiró de nuevo en Olivos esta semana, cuando Cristina Kirchner ratificó su disco rígido: no le gustan los partidos políticos, no los quiere, le disgustan. Mujer fogueada en preocupaciones y tendencias de 1970, le gusta que la llamen cuadro y se prefiere como cabeza de un movimiento o de un espacio. Vade retro los partidos: esta Presidenta ha recordado públicamente, para que nadie se confunda, ni siquiera los empeñosos intelectuales progresistas que la veneran, que el justicialismo fue fundado por un general de la Nación.

Es un formato ideológico rotundo y definidor; apunta a priorizar la verticalidad más piramidal, cuestionada por los valores democráticos de participación y consenso que animan a los partidos, como patentizan los casos vecinos de Chile, Brasil y Uruguay.

Hoy se sabe que la matriz íntima de este modo de ser y conducir es la quintaesencia de una mirada arcaica. No es gratuito, por ejemplo, que militantes fogueados en el truculento maoísmo de hace medio siglo hayan trepado a la cúspide de la nomenclatura oficial. Ellos arrastran, al igual que los veteranos camaradas de ruta que jamás tuvieron una verdadera mirada crítica del stalinismo como derivación inexorable del comunismo soviético, un rasgo central común. Son militantes y funcionarios profundamente incomodados por los abrumadores requisitos de lo que llaman democracia formal.

Puede que haya en ellos mucho de oportunismo y voracidad patrimonial, no obstante lo cual sobresale su vetusta arquitectura ideológica. Admiradores de los totalitarismos más truculentos de hace medio siglo, ¿cuánto y hacia dónde han cambiado hoy? No parece que mucho; los años setenta siguen siendo su irrenunciable e inevitable referencia.

Esos aromas del pasado empapan también las ancianas normas de conducción política centrada en núcleos familiares de mayor o menor homogeneidad política. Ha sido un rasgo evidente del peronismo desde 1945 que el armado del poder gire en torno de alianzas o compromisos de matriz conyugal. La insistencia agotadora en que las mujeres fuertes del movimiento son líderes en su propio derecho y no por unción marital, no quita que el septuagenario justicialismo siga arbitrando la distribución de las palancas de comando desde pactos o trapicheos de corte esencialmente hogareño.

Desde el departamento porteño de la calle Posadas en los años cuarenta hasta los actuales refugios de Olivos y El Calafate, el peronismo ha gobernado con profundo y conmovedor apego al pacto matrimonial y sus derivaciones patrimoniales. No hay nada moderno en ese rasgo. Por eso, arreciarán los vientos reeleccionistas, ¿qué otra cosa cabría?

La compulsión enfermiza por la ritualización del pasado, no es para nada un atributo excluyente de este oficialismo.

Las escenas de anacrónico vandalismo que se vieron en el noveno aniversario de la caída del gobierno de la Alianza ratifican que el 20 de diciembre, como el 24 de marzo, sigue siendo preferido, por muchos de sus sacerdotes rituales, como fechas de inexorable centralidad. La idea se agota en pintarrajear edificios públicos, tratar de incendiar pórticos, quemar llantas y demoler mobiliario urbano. Radicalmente vetustos, los enmascarados cargan sus mochilas de piedras y botellas incendiarias, no se sabe si para fogonear una confusa revolución social, o porque adoran a secas el desbarajuste urbano, seguros de que nada ni nadie detendrá, ni mucho menos penalizará, su tarea.

Esa lúgubre pasión por los fuegos callejeros es cualquier cosa menos sincera pasión por la trasformación social. Anida en un rancio nihilismo político, tolerado y usufructuado por el poder con cínica alevosía. Debería haber otro futuro. Hasta el 23 de enero, y Felicidades.


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