Anoche iba al supermercado y pasé enfrente a un geriátrico que hay en mi barrio. Uno de varios. Las ventanas que daban a la calle estaban abiertas, se veían las camas desocupadas, me imagino que los inquilinos estarían viendo la televisión o comiendo o tal vez alguno había muerto y estaban ventilando el colchón. Más tarde revisé el correo y tenía un mail de una página inmobiliaria a la que me suscribí hace un tiempo: me gusta mirar casas, las que aún están habitadas me dan una curiosidad morbosa. Entré a una porque es enorme (tengo una amiga que está buscando casa, quizás le sirva el dato): empecé a pasar las fotos, tres o cuatro camas de una plaza en cada habitación, me llamó la atención, quizás tengan muchos hijos, hasta que llegué a uno de los baños adaptado con barras para agarrarse… huí despavorida de la página.
Estoy leyendo Prohibido morir aquí, de Elizabeth Taylor y los geriátricos me persiguen. En la novela un grupo de ancianos vive en un hotel, el Claremont, una suerte de asilo disimulado donde no son pacientes sino huéspedes, donde pueden elegir el menú, tomar tragos en el bar y salir todas las veces que quieran y puedan. En cierto modo, el sitio soñado para la vejez. Sin embargo, igual que los viejos y las viejas que viven en los geriátricos argentinos, los personajes del libro esperan ansiosos que algún familiar venga a visitarlos, cumpla con su obligación al menos una vez al año… todos están solos y se pasan los días cogoteando hacia la puerta giratoria del hotel esperando ver aparecer un rostro familiar, a veces ni siquiera amado, pero al menos familiar. La señora Palfrey, la protagonista de la novela, espera la visita de un nieto que nunca viene: se floreó con él y las otras viejas la acosan a preguntas maliciosas. Los personajes son un poco como niños, un poco como adolescentes… el Claremont es lo mejor que pueden tener, la estación anterior al temido asilo, a los pañales, la pérdida de memoria; es el brinco alegre antes del salto definitivo.
Con una amiga siempre hablamos del cohousing, es decir de vivir en comunidad cuando seamos viejas: en el mismo terreno, pero cada quien en su casa, con enfermeras y personas que nos cuiden y nos den las drogas correctas. Al terreno y las casas ya las tenemos. A veces nos imaginamos vagando entre los álamos en camisón, con los pelos blancos y sueltos como ánimas. Pero ánimas alegres. Aunque no sé si es posible una vejez alegre y plena en Occidente. Por lo pronto parece imposible en Argentina donde los viejos y las viejas y les viejes son el último orejón del tarro: no le interesan al Estado ni a sus propias familias. Convivimos con les viejes como con cualquier otra obligación tediosa. Quizás eso sea lo más terrible de la vejez: lo prescindibles que nos volvemos.
Llegué a conocer a mi bisabuela Manuela. Me acuerdo que me fascinaba su pelo violeta y que viviera sola, en una casa diminuta que tenía una pared entera de botellas verdes. Cuando se sentaba a tejer el sol entraba por los vidrios y toda su piel y sus manos se volvían verdes con ese pelo lila: Manuela, que además no tenía memoria, parecía un ser de otro planeta. Me acuerdo que tenía las mejillas blandas y olor a talco.
El invierno pasado, un domingo, pasé frente a otro geriátrico, uno que regentean unas monjas. Una ventana estaba abierta y adentro una anciana cantaba. Tenía una voz hermosa y era una canción melancólica. Pensé en todo lo que esa mujer habría atravesado y seguía atravesando para estar viva ese domingo, cantando.