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Arte en movimiento

Ver a los maestros antiguos

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A menudo, el arte del pasado nos resulta tan remoto que, en lugar de servirnos como portal hacia otras épocas y lugares, queda reducido a una imagen plana que representa la historia, el misterio, la narrativa, la doctrina o la idolatría, y que se nos antoja muy lejana, aunque la tengamos ante nuestros propios ojos. Por lo general, las obras de este tipo cuelgan de paredes forradas de seda o en las sagradas salas de los museos, preservadas en marcos o tras vidrios de seguridad, tan mediatizadas por la relajante iluminación y la ambientación reverente que parecería como si nuestro patrimonio cultural estuviese enterrado bajo siglos de escombros, a juzgar por lo difícil que nos resulta penetrar en la imagen real para llegar a entender el pensamiento y la intención original del artista.

La expresión “maestro antiguo” es, en muchos sentidos, un constructo indefinido envuelto en mitos y malentendidos; para el propósito que nos ocupa aquí, podemos decir que comprende el arte creado en cualquier lugar y momento anterior al siglo xx, aunque, para ser exactos, muchos de los artistas del período comprendido entre las décadas de 1840 y de 1890 deberían incluirse entre los nuevos maestros modernos.

Por otro lado, el concepto de maestro nos aleja de estos pintores y escultores, ya que connota algún tipo de preeminencia o poder superior que a nosotros, simples mortales, no nos es dado abordar ni comprender.

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El arte de antes también nos pasa de largo por otras razones. Hay estudios que demuestran que el arte contemporáneo resulta cada vez más atractivo para los espectadores por su fácil acceso, su disponibilidad y su insaciable búsqueda de la novedad, la excelencia y el glamur, en una sociedad con tendencias neofílicas en la que los museos se ven obligados a vender cada vez más entradas y a seducir a nuevos públicos.

Sin embargo, eso no significa que las taquilleras exposiciones de maestros clásicos hayan dejado de atraer a multitudes o que el número de visitantes de las colecciones permanentes haya disminuido significativamente, al menos de momento. No obstante, aún queda mucho por hacer para dar a conocer los atractivos del arte antiguo a las nuevas generaciones, de tal modo que lo clásico o lo tradicional resulten frescos e innovadores, y que las anécdotas, los escándalos y las epifanías que estas obras relatan vuelvan a resonar con fuerza.

Quizá uno de los problemas sea que, si atendemos a su propia definición, las obras de los maestros antiguos están aparentemente desfasadas. Atrapadas en un pasado inmemorial, solo existen como objetos inalcanzables e incognoscibles, creados por semidioses de una genialidad sin tacha. El lugar que ocupan en el fluir cronológico de la historia del arte nos permite, a grandes rasgos, clasificar estas piezas y a sus creadores en categorías claramente acotadas, como el Renacimiento o el Barroco, aunque existen otros estilos y épocas, no tan conocidos, que se intercalan con aquellos o que los continúan, como, por nombrar unos pocos, el manierismo, el rococó o el simbolismo. No obstante, estos términos son excesivamente generales para describir siglos enteros de arte y vastos sectores de la actividad humana. Esta noción difusa de lo que significaron estos movimientos artísticos contribuye a empañar nuestra comprensión de las obras de los maestros clásicos, muchas de las cuales ya nos resultan confusas de por sí, debido al abismo temporal que separa la época actual del momento en que fueron creadas.

La historia del arte es el noble intento de fijar estas obras maestras, estos objetos de maravillosa belleza o de pensamiento profundo, a un relato lineal continuo que va desde los balbuceantes garabatos primitivos hasta las más altas cumbres de la pericia pictórica, pero también puede resultar una barrera infranqueable, una muralla de textos e intricadas teorías, una escarpada colina, en apariencia inconquistable, de conocimientos previos. No cabe duda de que la historia del arte nos sirve para arrojar luz sobre las actitudes políticas, sociales de cada época, en gran parte desconocidas u olvidadas en la actualidad, pero a menudo esto conlleva añadir a la imagen un nuevo estrato de complejidad que contribuye a ocultar aún más los secretos que esta custodia. Esto no significa que no podamos aprender de la bibliografía relativa al arte, sino que debemos formarnos para leer los cuadros que tenemos delante sin recurrir necesariamente a la cartela de la pared o al catálogo de la exposición (…)

Prepararse para adoptar una mirada inquisitiva o penetrante tampoco consiste en quedarse completamente inmóvil frente a un cuadro; ciertos lienzos de grandes dimensiones exigen que nos movamos por su superficie, mientras que las obras de menor tamaño piden ser contempladas de una manera más íntima y cercana.

Mirar el arte implica cierto baile, tal vez un enfoque tentativo o una distancia saludable, algunas miradas furtivas o un período incierto de coqueteo, todo esto antes de que se pueda establecer una relación. A veces es amor a primera vista, o el espectador debe buscar un momento más prolongado para experimentar adecuadamente la belleza o el significado detrás de la interfaz silenciosa que se produce entre el sujeto y el objeto. Este intercambio o compromiso es tal que las posiciones relativas se vuelven fluidas, los papeles se invierten y las obras pueden reflejar nuestros pensamientos, o incluso la vida misma.

*Volver a mirar, Editorial Gustavo Gili. (Fragmento).