Desde hace años vengo asistiendo a la proliferación de las series con la paciencia de un testigo y el interés de un investigador; en el segundo rol, examino (como puedo) sus dispositivos retóricos, busco el modo en que los relatos trabajan la construcción del interés, aquello que se llama “gancho”. ¿Qué engancha en una serie?
Desde luego, por deformación profesional, me detengo relativamente poco en los detalles de la actuación –básicamente, las series que veo trabajan la impostación de profundidad, conflicto y seriedad con los recursos que hicieron vivir a su antecesora, la telenovela–, en el manejo de cámaras –ahora todo el mundo filma bien, el desarrollo de la técnica vuelve imposible, hasta impracticable, el déficit, el error–, en el manejo de la luz y la música. Todo eso, diría, tiende a reclamar el cero de mi atención.
Una vez recortado así el universo ficcional, paso a otro descarte: jamás veo una serie española, porque el modo a la vez cerrado y veloz de emplear esa lengua hablada en la Madre Patria me resulta violento y artificioso, y diría que el prejuicio se extiende también a las producciones latinoamericanas en general: las localías lingüísticas siempre están reclamando el esfuerzo de la traducción y la adaptación.
Incluso, extendería ese prejuicio –o esa elección– a las series locales, argentinas: el esfuerzo denodado que hacen los actores argentinos por alcanzar la cima de la plebeyez, la quintaesencia enfática y demagógica de la vulgaridad, me disuaden de antemano. Por eso recurro siempre a las series que deben ser traducidas. Aunque no lo hable, el inglés es una segunda lengua hecha al oído, por lo que tiende a resultar una mejor experiencia la visión y audición de series habladas en francés, italiano, sueco, dinamarqués o burundí. En el fin, debo reconocer que lo que busco al ver es lo que encuentro al leer: literatura.