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06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Desconfío por principio de los encantos de la novedad en cualquier ámbito: el deseo de lo nuevo y su captura duran apenas unos segundos y después se les superpone lo nuevo de lo nuevo que a su vez será sustituido por lo nuevo de lo nuevo de lo nuevo, en un vértigo que cesa cuando seguimos el camino de las cuatro verdades y el óctuple sendero budista. Pero no es mi caso. Apenas percibo el olor antiguo de esa novedad acuciante, el anhelo con el que se precipita su reemplazo, la indiferencia me invade y voy hacia otra ilusión, el engaño del bien durable, el sueño de una módica eternidad que esconde la promesa retro.

Así, sin un porqué definido, me puse a ver la serie Los Soprano (1999-2005). En su momento había pispeado algunos capítulos que me dejaron una impresión desagradable, la del goce gratuito de la violencia espasmódica y repentina al estilo de Scorsese y la débil imitación de Analízame, de Harold Ramis. La segunda imputación quizá se deba a la casualidad, porque película y serie se estrenaron el mismo año. En todo caso, en esa impresión, James Gandolfini perdía en el cotejo con De Niro, y no había equivalente de Billy Cristal. Pero, dada esta segunda oportunidad (qué vanidoso, qué Henry James suena esto), la serie me presentó sus méritos e hizo sus descargos. Vi la exacta composición de Gandolfini, su encarnación de una bestia peluda criminal y sensible, el ajuste de los personajes secundarios a la máscara de la comedia (hasta de la historieta gráfica), la delicada combinación y contraste de mundos, los rudimentos de psicología mafiosa típicamente italoamericana con la cultura cinematográfica y musical de la época, las citas de alta cultura dispersas como especies preciosas en una salsa. 

Pero después, en la continuidad de los capítulos, también empecé a aburrirme, porque creí que lo que había visto era suficiente y que solo me esperaba la reiteración de la fórmula, y estuve a punto de abandonarla cuando empecé a dormirme frente a la pantalla. Fue entonces, en el momento mismo en que iba a apretar el botón (o como se llame) interruptor, que una pequeña y placentera iluminación me disuadió: las escenas del mafioso y su psicoanalista no eran otra cosa que una nueva versión de Las mil y una noches en un nuevo mundo. El mafioso como Scherezade, contándole a su visir-analista femenina los crímenes y robos y estafas de su vida, trasmutados en historias blancas, en verdades atenuadas, para que la analista no lo denuncie a la policía y le corten la cabeza, es decir, lo manden a prisión.