Más de una vez, escuché anécdotas de viaje pura y exclusivamente relacionadas con eventos deportivos. El Mundial de Italia 90, Juegos Olímpicos de Sidney, Brasil 2014. Familias enteras o grupos de amigos que se movilizaron a ver equipos o atletas de su país. En muchos casos, el evento deportivo fue una excusa para hacer una suerte de turismo festivo y multicultural. No pasé por la experiencia, pero imagino torres de Babel etílicas: gente de distintos países poblando cervecerías por las noches.
En el año 98, sin embargo, de paso por Lisboa me topé con algo que no sabía que seguía existiendo, una Exposición Universal que me remontó a principios de siglo XX, a la era de los inventos. Ahí muchos países exponían sus bondades locales en distintos pabellones: desde maquinaria agroindustrial, dulce de leche a shows de danzas típicas. Era un paseo por el circo de las naciones en un parque especialmente diseñado para el evento, que como tantos otros debe haberse transformado en un cementerio después de una inversión descomunal. Calatrava había diseñado especialmente una estación de tren que acercaba a los visitantes a la Expo. Por entonces, nacía la Unión Europea. Portugal, siguiendo los pasos de España, comenzaba a modernizarse. Había ya en algunas zonas de Lisboa una rara mezcla de arquitectura contemporánea en ciernes con art decó. Los tranvías todavía circulaban en las calles empinadas. La ciudad, con toda su melancolía, respondía a los estereotipos del fado, aunque los habitantes parecían haber huido. Resulta imposible escenificar en otra zona ese estilo musical. Supongo que debe suceder lo mismo con el tango y el río de la Plata.
Mi estadía en Lisboa no duró más de una semana. Iba con expectativas. Me daba curiosidad saber qué reconocería de mis ancestros en la ciudad y en la cultura popular. De alguna manera, me fui indiferente, sofocado por el calor del verano, y cada vez que escucho hablar de la belleza de Lisboa, me esfuerzo por recuperar su particularidad. Fue Leopoldo Brizuela, amante del fado y la melancolía lusitana, el que mejor definió la belleza de una ciudad que en cualquier estación, salvo en verano, se abre y es el escenario ideal para cualquier ficción policial, fantástica e incluso romántica: una ciudad de hombres que habitan puertas adentro y podría ser, por esta cualidad uniforme, una ciudad de Italo Calvino. El barrio más antiguo, la Alfama, es un verdadero laberinto árabe al borde del río Tajo.
A la vez, el pasado colonialista de Portugal no deja de abrir posibilidades para una novela histórica o una tragedia abstracta de guerra, como las de Antonio Lobo Antunes. Pero en pleno julio, vacía, quieta y anacrónica, Lisboa era un escenario enrarecido por las ausencias. Por momentos, al mediodía, cuando el calor se volvía insoportable, reconocía entre los edificios la inercia del centro de La Habana y Fernando Pessoa se me representaba atorado en el cuerpo sudoroso de Lezama Lima.
Mucho tiempo después, recordé un disco, Invierno en Lisboa, de Dizzy Gillespie, que veía en la casa de mi padre, al pie de la cama, disperso entre otros casetes, colillas y restos de comida, y que él mechaba cada tanto, cuando se cansaba de pasar tangos. La música de Gillespie, compuesta para una película inspirada a la vez en una novela de Muñoz Molina, tal vez haya contribuido a crear en mi imaginario una ciudad romántica y no tan discreta como la Lisboa que conocí.