En el centenario del Easter Rising, efeméride esencial de la independencia de Irlanda, la editorial Godot publicó Insurrección en Dublín, de James Stephens. El pequeño libro (con muy buena traducción y prólogo de Matías Battistón) es un clásico de la crónica revolucionaria pero, a diferencia de Los diez días que conmovieron al mundo, carece de todo aliento épico porque el autor transmite más bien su perplejidad y la de la mayoría de los dublineses frente al audaz alzamiento de un grupo armado que el lunes de Pascua de 1916 logró apoderarse de la ciudad y terminó, una semana más tarde, masacrado por los ingleses.
Insurrección en Dublín es un libro escrito desde el no saber. Stephens no sabe qué pensar de la violencia armada ni del futuro de Irlanda, pero tampoco sabe lo que está pasando en las calles, ya que Dublín está aislada y los periódicos son reemplazados por rumores exagerados y contradictorios. Durante buena parte de su diario, hasta que empiezan a escasear el pan y la leche, los ciudadanos se comportan con normalidad y se tratan con toda cortesía sin dar a conocer su apoyo (si es que lo tienen claro) a las partes en conflicto. La distanciada y hasta irónica prosa de Stephens es buena literatura y muy confiable como testimonio.
Mientras los Voluntarios Irlandeses se alzaban en Dublín, James Joyce escribía el Ulises en Zurich. Por causalidad, descubrí que Raymond Queneau conecta a Joyce con el Easter Rising en Siempre somos demasiado buenos con las mujeres, una novela aparecida en 1947 bajo el seudónimo de Sally Mara, lo que contribuyó a que se la considerara durante mucho tiempo un producto de explotación comercial. No faltan sexo ni violencia en el libro (el primero sugerido pero variado, la segunda seca y feroz) que cuenta cómo en aquel lunes de 1916, siete insurrectos puritanos y palurdos, cuyos nombres vienen de personajes del Ulises y se identifican por la consigna “Finnegans Wake”, toman una oficina de correo y son seducidos uno a uno por Gertie Girdle, una chica inglesa monárquica y colonialista, pero devota de una modernidad en las costumbres que sus captores desconocen. Así como la crónica de Stephens es perpleja, la novela de Queneau transmite una enorme ambigüedad respecto de los personajes y de la historia trágica que simula contar con sorna, desdén y juegos de palabras.
Claire-Louise Bennett es inglesa pero vive en la Irlanda rural. Eterna Cadencia acaba de publicar Estanque, la traducción de su primera novela. La escritura de Bennett es la que últimamente se considera apropiada para las mujeres en el estilo de Lydia Davis: una introspección cercana al autismo que adora los detalles e incluye la confesión sexual, como una especie de monólogo de Molly Bloom infinito y minucioso. Bennett escribe desde su laberinto mental, sin conexión alguna con la historia. Pero de pronto, en la página 87, irrumpen en su prosa los cadáveres de la hambruna irlandesa del siglo XIX y Bennett sorprende con esta reflexión: “Si no somos de cierto lugar siempre seremos vulnerables porque [...] nunca tendremos con qué mantener a raya toda la fuerza de la historia de ese cierto lugar”. Con lo que, en el fondo, Estanque puede ser una novela de zombis que acechan, como los ingleses acechan a los alzados de Queneau desde el interior de sus pulsiones sexuales.