Pasé una semana con Postpunk, el libro de Simon Reynolds cuyo subtítulo es Romper todo y empezar de nuevo. Reynolds (Londres, 1963), ya lleva tres traducidos al castellano, visitó Buenos Aires hace poco y creo que es muy prestigioso entre los entendidos. El tono conjetural de la frase anterior tiene que ver con mi absoluto desconocimiento del tema: baste decir que recién supe de la existencia de Joy Division por un documental que vi en el Bafici hace un par de años. De hecho, hasta que compré el libro, desconocía la existencia de un género, período o categoría musical llamado “postpunk”.
Por eso resulté el lector perfecto para este mamotreto de 550 páginas impreso en tipografía minúscula: mi ignorancia era genuina, bestial, incontaminada y por eso resultó apasionante acercarme a algo tan radicalmente ajeno como la música popular de inspiración británica entre 1978 y 1984. Pero hay además dos razones específicas para el entusiasmo. La exposición cronológica de Reynolds es clara y esencialmente didáctica: sin contarlo todo ni enumerar a los protagonistas, permite acceder en detalle a las tensiones estéticas, políticas, ideológicas, geográficas y sociales que atravesaron su territorio en esos años. Reynolds es intelectualmente sólido: narra y conjetura, pero se abstiene de recurrir a la jerga académica o a la cita de autoridades. La retórica del libro es astuta: presenta cada etapa de su relato como un reflujo o una refutación de la anterior y cada episodio como parte de una batalla librada entre jóvenes ambiciosos y desesperados que quieren, al mismo tiempo, cambiar la música y el mundo, pero también ser famosos. En la evolución de esas bandas autodidactas de existencia fulgurante y peleas homéricas, en medio de tragedias individuales y afinidades colectivas, entre punk y pop, arte y comercio, sellos independientes y grandes discográficas, productores y agentes, amateurismo y sofisticación, glamour y diversidad sexual, literatura y artes visuales, progreso y regresión, estado de bienestar y thatcherismo, proletariado del norte de Inglaterra y dandismo neoyorquino se dibuja un fresco cuyo horizonte no es la nostalgia sino la historia con toda su complejidad y sus misterios irresueltos. Postpunk es un excelente libro de texto de una materia que no se enseña formalmente.
Pero el libro sería otro sin la experiencia de la música. Y esa es la otra razón para el entusiasmo: contra lo que ocurría en el pasado, hoy se pueden escuchar los discos que aparecen en el libro. Están casi todos gratis en internet y el texto de Reynolds convierte esa masa caótica en un material con jerarquías y puntos de acceso. Leer Postpunk y escuchar al mismo tiempo postpunk sugiere posibilidades revolucionarias para la educación, hoy un enorme aparato burocrático que usa mal la tecnología y adoctrina con manuales mediocres.
El libro de Reynolds conlleva implícitamente una dimensión exterior a su proyecto editorial, pero inescindible de él, que es la posibilidad de escuchar esa música llena de momentos hermosos. Muchos de los intérpretes que se mencionan en Postpunk grabaron discos sin saber tocar un instrumento: es posible “hacerlo uno mismo” (tema central del libro) cuando de educarse se trata. Basta con un buen libro y una conexión a la web.