El paisaje urbano se vuelve más opresivo. Las torres siguen tapando los resquicios de cielo. Igual, la gente no tiene dónde vivir dignamente. La calidad de vida se reduce en la megalópolis. ¿Por qué tengo que ver eternamente la gigantografía de este legislador en la esquina de mi casa? ¿Se compró el espacio aéreo de Rivadavia y Castro Barros? ¿Con qué derecho, con qué fin? ¿Se puede? Las estaciones se suceden y el cartelón que me impide ver el cielo va mutando con frases huecas, no por su contenido, sino por su manera de no convocar a práctica política alguna. En el verano, esperando el verde para cruzar, me vi obligado a leer millones de veces: “Manejá sólo tu auto, no la vida de los demás”. En otoño, este señor abrió un botón de la camisa y me obligó a meterme en la cabeza que “Estar verde puede significar también madurar”, mientras para decirlo seguía tapándome el cielo.
Que las ideas necesiten esos envases me incita a callada rebelión. ¿Por qué se promocionan como si fueran productos? ¿Una especie de cartón pensante, un dedo moral de colosales dimensiones, que en vez de usar algo de esos metros cuadrados para indicar cómo se logra una ciudad más sustentable, más segura, o con menos accidentes de tránsito sólo se limita a proponer los títulos, como si fueran logos para comprar esa cara? Es la retórica de la publicidad, claro. Pero residualmente, y no siendo época de elecciones, me empieza a resultar un poco prepotente que el señor de nobles intenciones ponga la trucha al lado del eslogan de turno de su grupo de creativos.
Alejandro Tantanian y Diego Penelas acaban de estrenar Viaje de invierno. Supuestamente basado en el Winterreise de Schubert, el espectáculo es un delirio. Y lo es fundamentalmente por una sencilla o complicada razón: Tantanian es un intelectual. O, al menos, un señor lleno de ideas que, muy al revés de toda actitud publicitaria, en vez de mencionar los títulos y ofrecer las cáscaras, ofrece frutos estrambóticos surgidos de colisiones dialécticas imposibles, purés peligrosos para las mentes dogmáticas: la retórica maciza de Paco Ibáñez estalla contra el music-hall yanqui a puro glamour; la contundente sencillez de Idea Vilariño se pule contra la delirante insolencia de los Tiger Lillies; el exagerado dramatismo aporteñado de Carlos Gardel hierve frente al lirismo cosmopolita de un Schubert. En este viaje musical (como en cualquier viaje) poco importa la canción (o la estación) elegida para la parada y mucho la voluntad de viajar, de estar en otras partes y no en las de siempre. No en esas a las que las ideas (nobles como eslóganes) nos tienen tan fastidiosamente acostumbrados.
El intelectual que solió escribir alguna que otra pieza de milimétricas sílabas agarra un micrófono y se fornica (literalmente) el escenario. Obliga al público –mediante solapadas amenazas– a corear las más rastreras líneas escritas en clave de rockanrol. Sólo para demostrar que la relación entre las cosas es un viaje incierto, un cierto pacto. El personaje del cantor prepotente y un poco aterrorizado de estar convocando toda esta “cultura sobrante” es tan desopilante como su velocidad para increpar al público e improvisar que lo que está ocurriendo es raro. Y es su autoridad intelectual, su compromiso con las ideas (estalladas), lo que hace convivir lo bizarro con lo sublime.
En una obra que escribí hace un tiempo, un personaje dice más o menos que “el sufrimiento de un mortal no significa nada, carece de significación, pero cuando un dios sufre, el mundo deja de ser”. Viendo a Tantanian, tengo una sensación análoga: la actitud irreverente de un cantor que hace vibrar el aire no significa nada, pero cuando el que canta así, desfachatadamente, es un intelectual, es el mundo entero el que puede colapsar.
Salgo del concierto y allí, en plena calle Corrientes (¿pero qué hace Tantanian en la calle Corrientes?), me sorprende una trama site-specific del sempiterno señor de los afiches: “Para drama ya tenemos esta calle”. Y después agrega algo sobre la seguridad. El oportunismo de la locación, ligado a la oquedad de la frase, me produce un especial rechazo, no tanto por este señor que hace campaña promoviendo el cuidado de gatos y perros o la periodicidad de la revisación médica en los natatorios, sino por la suposición amuñecada de lo que es el drama: una cosa sencilla de la cual exprimir una publicidad que sume meses de permanencia de la cara del candidato.
El drama no es esa cosa sencilla. El drama no es amigo del eslogan. Y por suerte Tantanian estuvo al pie del cañón para recordárnoslo.