No hay peor gestión que la que no se hace. Tal parece ser la frase de cabecera del ministro de Economía en su intento por recuperar el tiempo perdido en medio de las disputas palaciegas y restaurar equilibrios macroeconómicos. Forjado en los laberintos de la política, Sergio Massa asumió el rol de brindar un paraguas que el equipo económico necesitaba luego de las frustraciones que acumulaba Martín Guzmán, ducho en los menesteres negociadores en Nueva York y Washington, pero paralizado por el veto permanente de la doctrina K que invalidó una y otra vez las correcciones cosméticas que intentó introducir. Mucho esfuerzo, poco timing y escasos resultados. La mentada reestructuración de la deuda privada pateó los vencimientos, pero terminó hundiendo los rendimientos, por lo que automáticamente clausuró el acceso al crédito voluntario internacional. En el turno del FMI, acreedor que decidió mirar para otro lado la real capacidad de pago y consintió trasladar a la siguiente administración las facturas de este y el próximo año.
Sin embargo, los esfuerzos no alcanzaron. En primer lugar, porque las demoras hicieron que se dejara pasar la oportunidad en que los desequilibrios podían entenderse como frutos de la pandemia. Lejos de eso, la política elegida por el gobierno iniciado en diciembre de 2019 tuvo su correlato en una mayor emisión monetaria para financiar la expansión del gasto y la adopción de un control de cambios para “comprar” mayor autonomía monetaria. La fórmula elegida precisó de más financiación, cosa que explotó durante la pandemia: más presión fiscal (directa o a través de eufemismos como aportes extraordinarios y siempre “solidarios” pero obligatorios, claro), mayor brecha cambiaria, crecimiento de la inflación y mayor endeudamiento interno para absorber al tsunami monetario.
La agenda de Massa cuando llegó para enderezar y darle ejecutividad a la política económica todavía está en la fase enunciativa. Lo que prometió públicamente al asumir todavía sigue por verse. Las medidas que explicó engrosarían las reservas y darían alivio a una economía que vivió un julio electrizante, solo pudieron llevarse a cabo parcialmente gracias a otra vuelta más del cepo importador. Cada día aparecen más restricciones y el resultado logrado fue un modesto superávit comercial con incremento de reservas a costa de serios estrangulamientos a algunos sectores industriales. El “dólar soja” lanzado por la exministra Batakis antes de volver al banco de suplentes fue un previsible fiasco. Las expectativas por una devaluación o un desdoblamiento cambiario crecen y solo pueden ser contenidas con un brusco ascenso en la tasa de interés para que los excedentes de pesos no se vuelquen masivamente al dólar.
Otra asignatura pendiente es la del déficit fiscal: toda la política económica del último año militó varios objetivos, pero el costo fue siempre el mismo: intensificar el rojo fiscal. El acuerdo con el FMI incluía, justamente, un techo para evitar el financiamiento vía emisión y también cortar el chorro del subsidio a las tarifas de servicios públicos, parte fundante del credo de la rama cristinista de la coalición gobernante.
La convalidación del viceministro Gabriel Rubinstein, rehabilitado luego del escaneo de sus mensajes hoy vistos como poco oportunos, terminó de dar forma a un intento serio por podar el gasto en varios frentes, buscando ahorrar $ 500 mil millones que se agregarían al alivio fiscal luego de que los tarifazos entren en vigor. Si no tuvo resistencia entre las propias filas, es porque todavía no impactó en la restricción diaria de operaciones en las áreas afectadas. Es probable que, entonces, los involucrados desaten su juego de poder y proclamen la esencialidad de sus tareas para eludir el tijeretazo y poder converger en el 2,5% del PBI de déficit comprometido.
Hasta aquí todo ocurre en el campo de las buenas intenciones. Pero la economía argentina tiene su propia dinámica, espoleada por una inflación que hoy corre al 90% anual: las paritarias se reabren para empardarla, las tarifas pueden quedarse cortas a fin de año y el dólar oficial no resistirá el ritmo actual del IPC sin la tentación de un salto “por única vez”. El objetivo, esta vez, no podría ser la victoria en la declarada guerra contra la inflación. A Massa no le alcanza con pasar a la historia como otro ministro fugaz, Jesús Rodríguez. Esas victorias morales y de fidelidad al “proyecto” enaltecen, pero no dejan votos ni tuercen la tendencia de estancamiento.