La semana pasada este suplemento volvió a poner en tapa –por tercera o cuarta vez en el último tiempo–, como modo de alerta crítica, una nota sobre la difícil situación del mercado del libro, que a este ritmo se volverá lisa y llanamente dramática como consecuencia directa de la política económica que aplica el Gobierno. Pero no todas son malas noticias. No es difícil imaginar cómo cubrirían el tema los medios pagados por el Gobierno (o viceversa): “El boom de las editoriales nacionales que cierran. Ahora que no hay nada para leer la familia tiene más tiempo para pasar juntos y conversar en grupo. Del editor al lector: la vuelta a los relatos orales. Opinan los especialistas: leer menos permite ahorrar electricidad. Macri quiere reconectarse con la clase media: lanzan créditos UVA para que la gente pueda pagar los libros importados”. En fin: leyendo los diarios aumenta mi sensación de soledad extrema.
Mientras vamos hacia el desastre sigo leyendo, y de vez en cuando leyendo buenos libros, rareza no casual en este caso porque es un libro editado por Mansalva, una de mis editoriales favoritas: Genios pobres, de Claudio Iglesias. Se trata de ocho viñetas biográficas dedicadas a una serie de pintores tal vez hoy algo olvidados. Pero en Iglesias por suerte no hay énfasis alguno por intentar rescatarlos del eventual injusto olvido, sino un leve discurrir que va anudando vida y obra, modos de sociabilidad y derivas urbanas por una Buenos Aires que sirve de escenario para reflexionar sobre qué significa una vida de artista. De Carlos Giambiagi, nacido en 1887, a Mildred Burton, muerta en 2008, el libro abre y cierra un abanico que de Acción de arte a Belleza y Felicidad puede leerse como una constelación de líneas que discuten la tensión entre centro y periferia, entre consagración y marginalidad, entre vanguardia y tradición, entre resentimiento e ironía. La prosa de Iglesias es elegante, precisa, sobria, pero a la vez sutil. Iglesias anota que a Giambiagi “le sobra tiempo para leer a Schwob”, y ese mismo influjo, el de las Vidas imaginarias, recorre el propio estilo de Iglesias. O dicho de otro modo: si entre nosotros mencionar a Marcel Schwob implica, tacita o explícitamente, recurrir a Borges, Iglesias toma nota de esa tradición, presente en la forma en que deja caer los adjetivos y en un tono de permanente malicia cordial. Entre medio, se detiene en Valentín Thibon de Libian, Manuel Musto, María Laura Schiavoni, Enrique Policasto, Gertrudis Chale y Leonor Vassena.
En el capítulo sobre Thibon de Libian se lee: “En cada café del centro se discute sobre arte”. Esa descripción se extiende al libro entero. Genios pobres es también una crónica de los lugares de encuentro (y desencuentro) entre artistas, la impresión de que el mundo del arte, más allá de las “lagunas de abulia”, es un lugar interesante, a veces loco, a veces solitario, siempre apasionante. Pero Iglesias se detiene ahí: en su libro no se va a encontrar mitificación alguna, ni lugar común alguno, ni ningún elogio tonto. Sus ficciones biográficas dan cuenta de que el arte es “simulación, pero también sistema”, como escribe sobre Burton.
Ahora que ya terminó la obra en mi casa (se nos había caído el techo por las goteras sin reparar) y recuperé las bibliotecas, puse Genios pobres al lado de Siluetas, de Luis Chitarroni. Son libros que se llevan bien.