Conocí la obra de Avital Ronell gracias a Mariano López Seoane. Por entonces, yo era muy joven, y trabajaba en una de las llamadas editoriales independientes. El catálogo de ensayos daba cabida a la escena teórica berlinesa, y al pensamiento norteamericano contemporáneo que dialoga con la gran tradición europea. De la primera línea, se había publicado Personas en loop. Ensayos sobre cultura pop, de Diedrich Diederichsen, traducido por Cecilia Pavón, y luego le siguió La utopía de la copia. El pop como irritación, de Mercedes Bunz, siempre a cargo de Pavón, que funcionaba antes que como una traductora, como una asesora, casi como una editora en la sombras. De la otra línea, se había editado Walter Benjamin, escritor revolucionario, de Susan Buck-Morss, a cargo de López Seoane. Así que una tarde me reuní con él, para charlar sobre posibles nuevos títulos que avanzaran en esa perspectiva. Y allí surgió el nombre de Avital Ronell, de quien yo no había leído nada (y tan sólo sabía de ella que había traducido al inglés algunos libros de Derrida). Así que me puse a leer sus libros, más algunos artículos sobre su obra, y decidí publicar The test drive, que luego de arduas discusiones publicamos con el título poco satisfactorio de Pulsión de prueba. La filosofía puesta a examen, única objeción a la perfecta traducción (y edición al cuidado) de López Seoane. El libro es un gran ensayo –casi anarquista– sobre la centralidad del testeo en la vida cotidiana, sobre el vivir sometidos a pruebas: examen de conciencia, pruebas de amor, test de conducir, literatura experimental, exámenes escolares, currículum vitae, testeo de productos. Inserta en la tradición de la deconstrucción de la modernidad, Ronell recurre a autores como Blanchot, Nietzsche y Heidegger para pensar los modos discursivos de la dominación en el presente. En el proceso de producción del libro, intercambié algunos mails con la autora, y en algún viaje compré la edición francesa del libro, traducido como Test Drive. La passion de l’epreuve, en la editorial Stock. Después, poco más supe de Ronell, y por cierto, tampoco mucho más de la editorial en la que trabajaba.
Hasta que la semana pasada, en un interminable viaje de avión, leí la biografía de Jacques Derrida –llamada precisamente Derrida– escrita por Benoît Peeters, recientemente publicada en la editorial francesa Flammarion (de Peeters conocemos en castellano su interesante Escribir en colaboración. Historia de dúos de escritores, junto a Michel Lafon, en Beatriz Viterbo Editora) y allí, en la página 383, me entero de que Ronell, hacia 1979, habría mantenido un romance con Pierre Derrida, hijo de Jacques, que en ese entonces tenía 17 años (y Ronell 29), relación que duró bastante tiempo más. Evidentemente, Ronell es mucho más que una de las traductoras de Derrida al inglés (también me entero de que su relación con Jaques era muy buena –pasó una tesis dirigida por él y siempre se mantuvo en su órbita intelectual– pese a que, según Peeters, “Jacques lo tomó con sorpresa y cierta incomodidad. Más allá de ser muy liberal, se preocupó por la diferencia de edad (…) quizás le pareció también que ella estaba demasiado ligada a su propio mundo”.
No sé por qué, pero hubiera preferido no enterarme de ese dato (al que no tomo como un mero chisme, sino al contrario, como un punto de cruce entre ambas vidas y caminos intelectuales). Ocurre que, en mí, siempre prima el texto por sobre cualquier otra instancia exterior a él (o tal vez algo peor: quizás para mí no haya nada exterior al texto). Ahora acabo de poner el libro de Ronell sobre mi escritorio, listo para ser leído por tercera vez. Para mí es una de las más agudas ensayistas posderridarianas. Más allá de cualquier detalle, probablemente sin importancia.