Hay vidrieras irresistibles. Las de las ferreterías, digo, en donde las cacerolas comunes que una tiene en su cocina se codean con herramientas complicadas, los exprimidores de naranjas con las bujías energy saver, los coladores con latas de convertidores de herrumbre. Un mundo de cosas que a una no le interesan, que no va a comprar jamás y que si comprara no usaría nunca.
Me puedo pasar horas mirando esas vidrieras y tratando de averiguar qué es eso de color gris con punta que asoma detrás de un perol. Las de las papelerías (tenga paciencia que ya nos acercamos al meollo de la cuestión) en las que hay sobres de todas formas y colores, papeles para envolver regalos con dibujos de Disney o peor, de Barbies, o con laberínticos adornos dorados y romanescos y biromes y lapiceras y lápices y cuanto objeto hay para dejar huellas sobre un papel.
Pero, claro, las que a una le atraen son las de las librerías de viejo. No librerías así, sin más, no: las librerías de viejo. Porque las otras, las grandes librerías, no tienen vidrieras atractivas. Tienen libros de autoayuda, novelones románticos que reíte de Corín Tellado y de Guy de Chantepleure y gordos tratados sobre los misterios de las pirámides. En las librerías de viejo la esperan a una la aventura, la sorpresa, el triunfo. Si es posible, vestirse de cirujana jefa porque también la esperan las montañas de tierra disimuladas entre las tapas de los libros. Pero vale la pena, créame.
En primer lugar, tres libros por diez pesos, y no me vengan después a decir que los libros están caros. La autoayuda o los misterios de los jeroglíficos egipcios estarán caros, pero eso no son libros, son objetos para vender, como las salchichas, los caramelos y las zapatillas de marca.
Voy y me compro por tres pesos un libro de un señor que es físico y profesor en Oxford, no, en Pennsylvania, bueno, no importa en dónde, es profesor de física y chau, y me meto en un bar y pido un café y lo leo y por supuesto que no entiendo un pomo.
Paso rápidamente las páginas llenas de fórmulas para que no me dé un soponcio y haya que llamar a Emergencias, y me meto en las páginas teóricas que son maravillosas y que yo casi casi entiendo. Parece que este señor, ay, cómo se llama, creo que Borstwerger, aunque no sé, tal vez me sobre una erre o una ese por ahí, se da el lujo de llevarles la contra a todos los que escribieron antes que él, y sostiene que antes del Big Bang ya había algo. Me da un poco de miedo, le confieso. ¡Cómo! ¿No era que no había nada y de repente ¡pum! de la nada salió el universo? Pero tranquila, me digo, acordate de Italo Calvino, me digo, y ya me siento mejor. Todo en un punto, dijo Qfwfq, y probablemente tuvo razón.
Posiblemente los físicos, algunos por lo menos, también tengan razón cuando se han puesto a estudiar aquellas fantasías tan irresistibles como ciertas vidrieras: el hiperespacio, la vigésima dimensión, las paradojas del tiempo. Don Albert Einstein supo lo que decía cuando aseguró: “No importa lo que digamos los científicos, siempre habrán pasado antes por allí los poetas”.