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Viejos y nuevos chistes

Verdaguer no podría ser el gran cómico de ninguna nación. Al contrario, habría que pensar su humor como la forma más elegante de la contracultura.

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| Cedoc

Cuenta la leyenda que José Eustasio Rivera murió en 1928, en Nueva York, mientras estaba firmado ejemplares de su libro (poco importa si la historia es verdadera. Aun como cuento es uno de los más literarios que conozco). Rivera nació en una familia de once hermanos en Colombia, en 1888, y es el autor de La vorágine, probablemente la más grande novela colombiana, publicada en 1924. Inmediatamente fue un éxito y, hecho raro entonces y ahora, al poco tiempo fue traducida al inglés. Por eso se encontraba en Nueva York. Hasta ese momento no había publicado prácticamente nada, apenas un poemario menor, con lo cual integra dos subconjuntos de escritores formados por muy pocos: primero, el de debutar con un libro genial, insuperable, perfecto. Segundo, el de morir inmediatamente después. Rareza que eleva su mito a un lugar único. De La vorágine se ha dicho que es la gran novela de la selva, la gran narración de la proliferación de humedad, vegetación, salvajismo y ansiedad. Y en parte es cierto. Nada es más tremendo que sus últimas líneas: “El último cable de nuestro cónsul, dirigido al señor ministro y relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros dice textualmente: ‘Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastros de ellos. ¡Los devoró la selva!’”.

Volviendo al comienzo, no deja de ser interesante el hecho de un escritor que muerte mientras autografía ejemplares de su libro. ¿Existirá otro caso igual? No lo sé, no soy experto en historia de los modos en que mueren los escritores. En todo caso recuerdo, sí, el epitafio que Dorothy Parker pidió poner en su lápida en el cementerio: “Disculpen por el polvo”. Antes había legado todos sus bienes al movimiento de Martin Luther King (“Asociación nacional para el desarrollo de las personas de raza negra”, Naacp en el inglés original). Fue incinerada y durante veinte años nadie reclamó sus cenizas, hasta que la Naacp compró para ellas una tumba en Baltimore, en cuya lápida se inscribió el epitafio recién mencionado. Y también recuerdo el de Marcel Duchamp en el cementerio de Ruan (no muy lejos de la tumba de Flaubert): “Por otra parte, siempre es otro quien muere”. 

Todo esto parece casi un chiste. Y hablando de chistes, ahora que varias de las más recalcitrantes caras del viejo 6,7,8 prosperan en C5N (arruinando el programa de los domingos a la noche, que hasta ahora me gustaba ver), me acuerdo de Juan Verdaguer y también de una emisión de 6,7,8 en la que ocurrió un obtuso debate sobre si Tato Bores sería hoy K. En la discusión había posiciones encontradas, pero una cierta unanimidad sobre el lugar de Bores como el gran cómico de la nación. Es posible que haya sido eso. En todo caso, se puede afirmar lo siguiente: Verdaguer no podría ser el gran cómico de ninguna nación. Al contrario, habría que pensar su humor como la forma más elegante de la contracultura: el humor de salón como último lugar de resistencia. Casi como un crooner del relato absurdo, del chiste rápido, de la elegancia ácida, del tempo musical como influencia secreta del relato oral. Supongo que cada uno recordará algún chiste de Verdaguer. Aquí va el mío, como remate de esta columna, una frase con la que él gustaba abrir sus espectáculos: “Hay un antiguo refrán que dice: ‘Lo bueno si es breve es doblemente bueno’. Así que buenas noches y hasta pronto”.

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